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La obcecada obsesión del Gobierno contra el Valle de los Caídos tiene dos explicaciones, complementarias. La primera es el odio latente al cristianismo, la alergia invencible a la cruz invencible de ciertos espíritus. Se comprueba en tanta blasfemia gratuita y en que las matanzas de cristianos en Nigeria pasa entre tanto silencio mediático. En La esfera y la cruz contaba G. K. Chesterton que el odio podía llegar hasta el extremo de derribar hasta las empalizadas del campo porque sus travesaños tenían forma de cruz. La basílica del Valle de los Caídos podría haberse dejado en un rincón, sin necesidad de perseguirla así.
Esa primera explicación es teológica y conlleva un juicio sobre las conciencias de los perseguidores, así que, sin dejar de apuntarla, la segunda es más apropiada para un artículo de opinión política. Sánchez saca petróleo táctico de su persecución al Valle de los Caídos.
Moviliza a los suyos. Como cuando los hooligans de un equipo de fútbol celebran, con cierta miseria moral, las derrotas del equipo rival. “A río revuelto, ganancia de pescadores”, dice el refrán, que es lo que aplica Sánchez enfangando a posta la convivencia entre españoles.
Además, desactiva la autoridad moral de sus rivales. Sánchez se la tiene jurada a Isabel Díaz Ayuso, pero no termina de cogerle las vueltas, salvo en este tema. La valerosa líder popular se achanta con el Valle y no lo defiende, como podría y debería, y suelta excusas chorras como que a ella lo que le importa es el Silicon Valley. Sánchez sabe que esta cobardía de Díaz Ayuso socava su leyenda de indómita (ja).
Lo mismo, pero peor (o sea, mejor para Sánchez) consigue con la Iglesia, que debería ser el gran contrapoder, la máxima autoridad moral, el indómito contra mundum que pone pie en pared. Y cuya jerarquía está dando unas muestras de sometimiento desmoralizadoras. El desconcierto y la división entre los fieles es palpable. ¡Cuánto lo tiene que estar gozando el presidente!
Lo que los cristianos no podemos permitir (los cristianos de a pie al menos) es que para todos estos trucos de política alicorta se aprovechen de la cruz más grande del mundo, de una basílica consagrada a la reconciliación, de un cementerio y de una comunidad benedictina. Así se funden las dos explicaciones: el odio a la cruz se regodea en rentabilizar su desprecio. Hay, pues, que amarla y alzarla. Defenderla hoy pasa por sostener la del Valle.
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