Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Su propio afán
Desde pequeño me repatea la mística de la desmitificación. Esto de ver en todo, hasta debajo de lo mejor, lo sucio, lo interesado, la mentira. Qué rabia me daba ese poemita de Goytisolo defendiendo al lobo de Caperucita, a las brujas, a los piratas… ¡Ni que fuésemos ingleses!
Sin embargo, permeables a los productos culturales a los que hemos sido expuestos en la niñez, se me ha quedado el tic de deconstruir los relatos. Especialmente uno, que encima es de mis preferidos. Se trata de “El traje nuevo del Emperador”, y ustedes ya se lo saben. Unos sinvergüenzas se presentan en la Corte como exquisitos sastres y proponen hacerle al Emperador el mejor de los trajes: uno que sólo podrán contemplar los que sean inteligentes y brillantes. Como lo cobran caro y por adelantado y piden hilo de oro para hilvanarlo y piedras preciosas para los botones, el Emperador cae en la trampa. El traje no existe, pero, como nadie quiere pasar por obtuso, todo el mundo afirma que lo ve, oh, y es maravilloso. El Emperador se viene arriba y organiza un desfile para lucirlo. Pero allí dos pillastres, que todavía no han caído en las garras de la ostentación y la hipocresía, empiezan a mondarse del soberano en paños menores. El trampantojo se derrumba.
El final es feliz (salvo para los timadores, o sea, que es doblemente feliz, aunque le pese a Goytisolo). Es un cuento de gran utilidad pública, pues se puede aplicar al arte contemporáneo, a los discursos políticos, a ciertos prestigios académicos, a las listas de libros más vendidos y a un largo etcétera en calzoncillos. Pocos cuentos de más rabiosa actualidad.
Tanto que empieza a resultar demasiado obvio. Seguro que, en 1837, cuando Hans Christian Andersen se marcó el relato, los prestigios se tomaban un poquito más de esfuerzo en adornarse. Hoy, no.
Así que la labor contrarrevolucionaria de los pillastres sería más bien la contraria. Detectar a cualquiera que vaya por la calle con un traje (nuevo o viejo) digno de encomio, y aplaudirlo. Si queremos afinar la puntería, es mejor darle la vuelta al cuento y señalar a quien se merecería un prestigio y, sobre todo, una atención que no tiene. Más que “¡Ja, ja, ja, el emperador va desnudo!”, decir “Oh, oh, oh, increíble, esa señora o ese señor van realmente bien vestidos”. Eso sí es un escándalo en un mundo de pomposos desnudos. Señalemos lo valioso. Es igual de subversivo, y encima mucho más difícil.
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