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La esquina
José Aguilar
Política cateta, miope, alicorta
Crónicas levantiscas
Cada gran Papa ha tenido una razón de ser política, Juan Pablo II fue uno de los líderes mundiales que propició el final de las dictaduras comunistas del Este de Europa; antes que él, Juan XIII, abrió la Iglesia a la revolución cultural que se iniciaba a mediados del siglo XX; Pablo VI fue su continuador, y el reciente Bendicto XVI dejó una labor inconclusa contra los abusos sexuales protagonizados por curas y obispos. Fue él, el intelectual Joseph Ratzinger, quien alertó de los cuervos del Vaticano que acabaron por derrotar sus fuerzas, de ahí su voluntario retiro. Francisco ha vuelto a ver pajarracos negros esta semana sobre los cielos de Roma, hay quien ha rezado para verle pronto en el Paraíso, pero con un Papa no se acaba fácilmente, a pesar de algunas sonoras excepciones que encierra la historia.
Francisco ha sido el Papa de los migrantes, y esto no es un capricho del azar en el nuevo mundo que se está levantando con la xenofobia como bandera. El pasado 10 de febrero, tampoco es casual, escribió una carta a los obispos norteamericanos en la que reconocía el derecho de los países a defender sus fronteras, a la vez que subrayaba la condición humana de los inmigrantes como una creación de Dios. Con independencia de la creencia religiosa en tal obra –a veces, de resultados bastante defectuosos–, la compasión es un valor cristiano que trasciende de la propia Iglesia y que se ha extendido más allá de sus límites. Esto es lo que, en el fondo, hoy está en peligro.
Cada Estado tiene derecho a defender sus límites, a regular las migraciones, a controlar los flujos de población y a luchar contra la delincuencia sea del color que fuere, pero lo que venimos viendo es una criminalización de los inmigrantes como parte de una estrategia general de deshumanización que busca la aceptación moral de las deportaciones y los encarcelamientos masivos. La misiva de Francisco arranca con el recuerdo del éxodo del pueblo elegido para recordarnos que, al fin y al cabo, todos hemos sido migrantes.
Sólo este recuerdo, que es, especialmente, poderoso en el caso de los andaluces, debería servir para matizar los discursos políticos y las reacciones populares, además de para censurar a aquellos que están haciendo de estas pulsiones primitivas su banderín de enganches para amplias mayorías electorales.
Hay sombras oscuras sobre los tejados del Vaticano, cuervos siniestros que, en nombre de una falsa democracia y de la libertad de expresión, se preparan para el asalto a las instituciones para imponer su única creencia: la ley del más fuerte.
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