Jesús Maeso De La Torre

Por qué debemos leer 'El Quijote'

El autor reclama la lectura de 'El Quijote', un libro "intemporal, universal y eterno" "Cervantes lo escribió no para que lo leyeran los 'cervantistas', sino el pueblo", subraya

24 de abril 2016 - 01:00

¿Nos hemos olvidado de leer El Quijote, o incluso muchos jamás se han acercado a sus páginas? Vaya por delante que con esta creación, Miguel de Cervantes le concedió carta de naturaleza al castellano, convirtiéndola además en una obra paradigmática de la literatura universal y definidora del pensamiento moderno español y europeo.

En estos tiempos en los que a las autoridades culturales parece importarles más el mediático espectáculo de los chef, los personajillos de papel cuché, las celebridades glamurosas y la idolatría de una televisión insustancial, la lectura de El Quijote puede abrir un mundo inédito que acercará al lector a la sorpresa, a la ingeniosidad, al asombro, a la belleza estética y a la sublimidad, que aquellos jamás podrán ofrecernos.

El Quijote posee el poder de crear espectáculos interiores en nuestra mente, que nadie puede sustraérnoslos, porque serán únicamente nuestros, y afectarán a nuestros sueños y fantasías personales.

La sociedad nos ofrece hoy eficaces y apasionantes ídolos del espectáculo cultural, que nos sustraen de la lectura. ¿Pero se puede conocer con sólo ellos la esencia del ser humano y desentrañar de forma inteligente el mundo que nos rodea? Posiblemente no. Hoy nos movemos en espacios tecnológicos, economicistas y cibernéticos que nos apartan de pensar y nos conduce a una frustración vital. Sin embargo con la lectura de las apaleadas peripecias del Caballero de la Triste Figura, y como por arte de ensalmo, nos transformaremos en seres más racionales, más críticos y más libres.

Esa es la grandeza de este libro intemporal, universal y eterno.

El Quijote es una novela subversiva y revolucionaria en sí misma, y sus enseñanzas pueden ser aplicadas a los problemas concretos que nos plantea la vida actual, como erigirse también en la tesis medular de la interpretación mística de nuestra España y del universo en general. Sus capítulos son una iluminación global para movernos en nuestra época, aunque recree el mundo del siglo XVI, al que agrega múltiples derivaciones que por sí mismas constituyen un modo de comprender el alma humana.

Leamos El Quijote, o cualquier otra obra literaria, por el sólo concepto del placer. Leer es un deleite, una huida seductora hacia un universo paralelo de ficción, un antídoto contra la esclavitud de la trivialidad de los medios audiovisuales, a las prisas y a tanta estupidez que nos ofrece la sociedad, poco convencida del valor de leer libros.

Reconozco que las lecturas en corro de El Quijote que yo realicé en mi niñez, se convirtieron en una obsesión, pues no lo comprendía. Pensaba en mi candidez que era un manual de humor, o simplemente una larga narración tragicómica de dos personajes estrafalarios.

Más adelante, después de leer La aproximación al Quijote de Martín de Riquer y La vida de don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, comencé a interpretar la filosofía personal de Cervantes. Deduje que don Quijote y Sancho cabalgaban por las fronteras del idealismo y el realismo literario, como jamás lo habían hecho antes otros personajes de la historia de la literatura. Don Quijote se "sanchizaba", y Sancho se "quijotizaba" con el paso de los capítulos. El esforzado, pero ridículo caballero, cruzaba las líneas divisorias entre la lucidez y la locura, y a veces no podía distinguir entre la certeza y la quimera, la verdad y la fábula.

Su lectura supuso para mis jóvenes ensueños una panacea confortadora que me conducía a una distracción que llenaba la vacuidad de mis horas libres. Con el visionario Don Quijote comencé a entender el universo lingüísticamente, pues necesitaba del concepto y de la palabra para interpretar las imágenes que se presentaban ante mis ojos.

Alguien desconocedor de la obra, pensará que es aburrida. En absoluto. Don Quijote y Sancho son dos personajes llenos de vitalidad, fuerza e inteligencia. Encierran todo la complejidad del alma humana, y si se transforman, es porque dialogan, se escuchan y se enriquecen entre sí de modo continuo. Torrente Ballester sostiene que "Cervantes es uno de aquellos escritores embebidos en el lenguaje que estrenaron nuestro idioma, convirtiéndolo en un lenguaje refinado desde el sencillo y campesino romance, que fue el español hasta el Renacimiento".

Estamos pues ante un autor portentosamente irónico y con un feroz sentido del humor, en el que se perciben influencias de La Celestina -un libro asombroso-, de El Libro de Buen Amor o de El elogio de la locura.

Este libro, como insistía el poeta Heine, no fue escrito para que lo leyeran los "cervantistas", sino el pueblo, para escapar de la cárcel de la opresión: "El hambre que sube de Andalucía, se junta con la peste que baja de Castilla", dice Don Quijote. O esa brillante definición de los dos tipos de españoles: "los del tener y los del no tener". ¿Los de hoy?

Don Miguel aseguraba que su trabajo cumbre no era Don Quijote, sino su postrera novela: Persiles y Segismunda. Todo un misterio sin desvelar, como su infancia, su juventud y su madurez creativa. La existencia del autor está llena de digresiones reveladoras, e irrumpe en el mundo literario en una edad avanzada para su época -tenía 58 años cuando escribió la primera parte del Quijote-, fatigado, frustrado, maltratado por el albur del destino, e incomprendido por quienes eran los deseados por el público, como Lope de Vega o Guillén de Castro.

Desconocemos si don Miguel fue consciente de haber creado un nuevo género literario, la novela moderna y total, la gran sátira social de la historia, donde se ofrecía al lector un infinito estereotipo de personajes: caballeros legendarios, fantasmas del pasado, ejércitos claudicantes, criadas libertarias, nobles empobrecidos, mesoneros descreídos, barberos sentenciosos, frailes inquisidores y bachilleres magnánimos.

Cervantes, cuando escribe la primera parte de su gran obra, deseaba emular a su gran rival, la novela picaresca, pero no para arrogarse el bálsamo de la risa, o suplicar la lástima del lector, sino para censurar a una sociedad jerarquizada, injusta y rígida, tutelada por los principios del rechazo por nacimiento de sangre, las ideas reformadoras de Trento, o el sistema gubernamental corrupto, como el de Felipe III, a través de su venal valido el conde de Lerma, que su mente racional no toleraba. El autor sufre y vive el ocaso del Imperio Hispano, como nadie.

Su efímera visión del mundo y su experiencia de hombre desengañado de la vida, impregnan de escepticismo El Quijote, una novela de asombrosa originalidad, donde Cervantes recurre al atrevimiento, la mordacidad y a la ironía para denunciar los despropósitos de una España decadente, que muy bien podría ser la de hoy.

El Quijote, nada más aparecer en Valladolid, en la Navidad del 1604, se extendió por el resto del país, América y Europa, y se tienen noticias de que en el Carnaval del Perú las gentes se disfrazaban de quijotes y sanchos. La primera edición se imprimó con papel de ínfima calidad del molino del Paular, y costaba 290 maravedíes. Cervantes la escribió con presura, como lo testimonia que a la mujer de Sancho la designara por igual como Teresa Panza, Juana Gutiérrez, Juana Panza o Teresa Cascajo.

Todos llevamos dentro de nosotros un "quijote" y un "sancho", porque la realidad y los sueños habitan por igual en nuestra alma. Leamos El Quijote, y aprendamos a cómo avenirlos, para nuestro mejor sosiego.

Don Quijote, un rentista arruinado, podría ser el mismo Cervantes, que narra su vida en primera persona, y nos ofrece su visión del mundo. Como el caballero que creó, Don Miguel pudo extraviar la cabeza, sin llegar a perder la razón, que ésta la tuvo siempre, y en gran medida, y como decía Azorín, su monumental novela, que ni el mismo autor llegó a sospechar su mérito, se ha hecho imprescindible con el correr de los siglos.

Cervantes desmonta los mecanismos del Estado corrupto de su época, y le contrapone como únicos remedios: la honradez, el trabajo, la amistad, la bondad, el buen gobierno del reino, -el concepto de España es aún una ilusión-, la belleza de los libros, la generosidad, la solidaridad, la justicia, la inclinación al bien y la libertad.

No ofrezcamos espacios a la duda, ahora que celebramos el cuarto centenario de la muerte del genial don Miguel, amigo, según el escritor Vladimir Nabokov de truhanes, tahúres, rameras, tabernas y naipes. En El Quijote se despeñan a torrentes episodios que nos ayudarán a encontrarnos con sentimientos que se nos están olvidando: el humor, la humanidad, la compasión, la tolerancia y la trascendencia del ser humano, frente a la estulticia, el fanatismo, el despropósito político, la codicia del depredador financiero, la envidia, la vileza y la tiranía.

Por ello ruego que no curemos nunca la locura de don Alonso Quijano, para seguir sobreviviendo en un caos de contradicciones como en el que vivimos. Que no quemen los libros que lo trastornaron en el fuego de la intransigencia, porque sumergirnos en sus páginas es ingresar en un mundo fascinante, donde lo imposible puede ser posible.

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