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En estos días, cada vez más, se establecen paralelismos entre hechos políticos recientes y terribles recuerdos del pasado. De manera convincente, se suscitan así malos augurios cara al porvenir que se avecina. Incluso algunos titulares de periódicos recurren a metáforas drásticas que evocan la posibilidad de grandes calamidades bélicas. Se está extendiendo, pues, un cierto desencanto, pero un desencanto que bien orientado podría ser beneficioso. Si con ello se toma conciencia de cuán precario es un mundo político, en el que siempre existe el peligro de caer en manos de alguien que, si le favorecen las circunstancias, es capaz de anteponer su medro personal a cualquier principio ético. En estos últimos tiempos se ha vuelto a comprobar, de nuevo, que unas elecciones democráticas no excluyen la aparición de políticos con claras tendencias despóticas. Y, ante tales situaciones, muchos ciudadanos se han visto obligados a reflexionar sobre serios fallos en los mecanismos que limitan el poder autocrático. Es comprensible, pues, que se pregunten: ¿qué hacer? Porque, además, en el caso de España, el desaliento, ante estos interrogantes, tiene una triple cara, a cuál más angustiosa: la española, expuesta a numerosos riesgos, la europea –aquel paraguas protector que empieza a hacer aguas– y la mundial, la más reciente, pero no menos alarmante. La respuesta ya no puede venir, pues, de esos mismos políticos que causan el desencanto existente: habría que aguardar que unas próximas elecciones permitiesen un cambio. ¿Y fuera de la política institucional cabe pensar en alguna posibilidad que ofrezca esperanza? En un país democrático solo resta una: acudir a la opinión pública para que, con medios adecuados, se explique los peligros que acechan a unos ciudadanos, cada día más desalentados, pero también más deseosos de útiles para expresar su desconcierto. Y los únicos medios con los que cuenta esa opinión pública son la prensa y sus variantes, con sus periodistas y sus viejos compañeros de viaje, los intelectuales, que, siguiendo la pauta que inició Zola, en el caso Dreyfus, tienen también en la prensa el único medio para difundir sus proclamas. Sin embargo, aún hay algo más, que pocas veces se resalta: la sociedad civil, ese conjunto de ciudadanos más o menos articulados, que pueden hacerse eco unos a otros y retransmitir, en voz alta, sus graves preocupaciones. Tales plataformas civiles están ahí latentes y, en ocasiones, han sido embrión de significativos cambios políticos. Ojo, pues, al desencanto, que, como explicó Weber, bien movilizado, estuvo en el origen de grandes logros ciudadanos.
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