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Se ha convertido en una verdad al uso que el turismo es la industria principal de España; lo cual no es verdad, ni del todo falso. A fuer de ser precisos, la contribución de un sector para un territorio se suele medir por el PIB que genera en dicho sitio, y su fórmula se puede calcular –no se me vayan– de distintas formas. No está nada claro que todo ingreso derivado de la “exportación” turística sea un generador de riqueza ni de desarrollo para cualquier ciudad o pueblo convertido en destino: lo que para una localidad rural que languidece y se despuebla puede ser gloria, para una ciudad como Ámsterdam, Venecia, Barcelona, Cádiz, Granada, Málaga o Sevilla apunta una trayectoria de bumerán.
Democrático, y tenido democrático por masivo, “el turismo es un gran invento”, según rezaba el título aquella película de Lazaga con Martínez Soria y López Vázquez (1968). Pasadas casi cuatro décadas, los efectos directos del turismo no contemplan asuntos difícilmente medibles, como los de la gentrificación de los centros históricos y sus barrios aledaños; ni el gasto público que genera, o las ineficiencias inherentes al monocultivo. Lo que se olvida en los cálculos del PIB local es, básicamente, la inflación local que genera el turismo. Que afecta a los propios con crueldad. No ya en el precio y lo genuino de una convidada, consumo del que un empadronado puede ir prescindiendo, sino de derechos fundamentales como el acceso a una propiedad o inquilinato donde vivir. El turismo es inflacionario en los destinos tocados por su belleza, y por la estrategia de las aerolíneas y los aeropuertos de cola en calcetines. Y la docilidad municipal.
Según es evidente, las nuevas generaciones malamente pueden aspirar a comprarse una casa. Desde luego, no sólo son los apartamentos turísticos ni sus extrañísimos parientes, las viviendas turísticas en bloques de comunidad, los causantes exclusivos de una desesperanza adquisitiva que castiga al lugareño y lo desplaza a sucesivos anillos de periferia. Gritaba a su masajista el entrenador argentino Bilardo cuando atendía a un doliente del equipo contrario: “Domingo, pisalo, pisalo: ¡los nuestros son los de colorado!”. Sin hacer causa ni fobia, pero en contra del birlibirloque de las cuentas del Gran Capitán turístico, abusaremos de una visionaria canción de Cat Stevens (dos años después de la españolada arriba citada, 1970): “Puede estar bien fabricar jumbos, o darse un garbeo en un tren cósmico (...) pero dime ¿dónde jugarán los niños?”. Valga decir jugar por habitar. Bien mirado, son bastante la misma cosa.
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