Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Cuarto de muestras
Soy una enamorada del Tenorio. Lo recuerdo representado en la tele como una vieja reliquia en blanco y negro, en Estudio 1, el mítico programa que rendía culto al teatro. Pasaban los años y seguían incluyéndolo en la programación la noche del 1 de noviembre porque como bien saben el acto final de la obra tiene lugar en la noche de Todos los Santos. No sé si Zorrilla hubiera sido capaz de escribir una obra tan especial como su Don Juan si hubiera nacido en este tiempo. No, no creo que un conquistador de los de hoy en día se dejara salvar como el Tenorio por un amor verdadero. El valor del Tenorio está en sus propias contradicciones, en su conflicto moral interno, que es lo que le aporta su grandeza. Los seductores de hoy en día son mediocres y previsibles, vulgares hasta el aburrimiento.
Cosas anticuadas las que cuenta el Don Juan de Zorrilla, pensarán muchos, como si la actualidad más candente (como gustan adjetivar a la realidad algunos periodistas) no nos enseñara que siguen existiendo seductores inmaduros, egoístas y amorales: torero que dejan plantada a su novia en el altar, líder político que convierte a su nueva pareja en ministra y a la antigua la repudia mandándola al gallinero, jinete que airea lucrándose sus vergonzantes conquistas, etc. Lo que ha cambiado no es la forma de hablar en románticos versos. Es la posibilidad que ofrece la obra de encontrar la redención. La reflexión sin disimulos de que los actos tienen consecuencias. El sentido que tiene el arrepentimiento. Y es que hoy en día a quien actúa mal tendemos a victimizarlo, a calificarlo como un enfermo al que hay que disculpar, un cascarón de huevo irresponsable y sin dignidad. Lo que conquista del Tenorio es su capacidad de cambio, el retrato poético y complejo que hace del hombre.
Imagino que, si Zorrilla no hubiese tenido la mala suerte de nacer en España, sería aclamado y su obra convertida en signo de identidad del país que hubiera tenido la suerte de tenerle. Habría sesudos estudios y complejas tesis y en los colegios se le dedicaría una asignatura propia. Con la muerte de El Quijote, el Don Juan Tenorio y Fortunata y Jacinta se podría enseñar a mirar la vida con generosidad y hondura, con emoción y trascendencia, con alma. A respirar amor. La gran pena es que no sabemos querer a nuestros mejores escritores, no nos identificamos con sus obras. Nos gusta buscarles el defecto, compararlas con mezquindad, ridiculizar su espíritu, ignorar su grandeza. Presumir de ignorancia. Dárnoslas de modernos. De pobres.
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