Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
DE POCO UN TODO
HABÍA planeado escribir mi artículo sobre la crisis de la deuda, como mandan los mercados. Pero el hombre propone y el caos dispone, y empezaron a sonar de repente todas las alarmas de mi casa. Un niño lloraba, una madre no daba abasto, una niña quería tomar un poco el fresco [aburrida de estar encerrada entre cuatro paredes], una perra ladraba. Un padre tuvo que levantarse, pues, a regañadientes de su duro (¿duro?) banco de trabajo y salir a la calle con su hija. Adiós a mi artículo.
A los dos pasos nos encontramos bajo las grandes y grávidas ramas de un limonero. El limonero pertenece a una casa, pero sus ramas caen, tentadoras, sobre la vía pública. ¿Se han fijado ustedes en lo bonito que es un limón? Pues si lo ven con los ojos de una niña de 18 meses ya es la pera. Ese amarillo entre el oro de los cuentos de piratas y el sol de los cuentos de hadas es impagable. Si el limón fuese encima dulce como una manzana, sería pecado: un pecado original casi disculpable.
Sin solución de continuidad, pasé de esas reflexiones a aupar a la niña para tratar de llegar a los limones más tentadores. La tenía que coger de las rodillas, temblando, para llegar más alto. Ella agarraba fuerte el limón con sus dos manitas y bajaba la rama hasta mi altura. Yo hacía el resto. El proceso implicaba cierto riesgo y un pequeño número de equilibrismo que nos daba un delicioso cosquilleo de vértigo. A mi hija supongo que por la altura y a mí por si salía su madre y me pillaba en mitad de la operación.
Debe de existir, conservado desde el paleolítico en algún repliegue del cerebro, un profundo instinto cazador-recolector, porque mi hija disfrutó con los limones una barbaridad. Yo, mientras, le iba recitando a Garcilaso, por si se le queda algo: "Flérida, para mí dulce y sabrosa /más que la fruta del cercado ajeno". Porque lo cierto es que en mi casa hay un pequeño limonero, no tan lustroso ni tan alto como el del vecino, pero con sus cuatro o cinco limones, que todavía -ay, la naturaleza humana- no hemos cogido.
Cuando teníamos un montón, nos volvimos a casa, la mar de satisfechos con el botín pirata. El niño había dejado de llorar, la madre había recuperado la calma que sucede a las tormentas (y las precede), y todo era dorado y amarillo, como en un poema de Juan Ramón Jiménez. Quizá usted piense que estoy exprimiendo demasiado la anécdota del limón, pero eso es porque se ha olvidado del artículo de política financiera que yo pensaba escribir si la tarde se hubiese dado tranquila. Ése sí que era amargo. Éste, exprimido, con un poco de azúcar y de hielo, qué limonada tan fresquita, ¿no?
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