La Rayuela
Lola Quero
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Uno, que sabe de lo que habla, contempla con enojo e inquietud la posibilidad, introducida sigilosamente en el proyecto de nueva ley de educación (Lomloe), de que desaparezcan en España los centros de Educación Especial. Aunque la ministra Celaá lo niegue, esto es lo que se deduce de su D.A. 4ª, en la que se fija el plazo de diez años para que los centros ordinarios atiendan a todo el alumnado con discapacidad. Y aunque en la propia norma asoma cierta opción de supervivencia, al centrarse ésta en los alumnos que "requieran una atención muy especializada", queda así reducida a casos verdaderamente residuales. De esa forma, un modelo que ha funcionado a plena satisfacción de padres y profesionales, intenta sustituirse ahora por otro, dicen que "no segregador", más por razones ideológicas que de estricta excelencia.
La integración absoluta en centros indiferenciados, al margen de la aptitud que tenga cada alumno para seguir ritmos y contenidos, es una vieja aspiración de la izquierda. La fundamenta falsamente hoy en la Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Allí se propone, sí, "una educación inclusiva a todos los niveles". Pero también, y esto es lo que arteramente se oculta, que lo primordial en cualquier diseño educativo sea siempre "la protección del interés superior del niño". Tampoco cabe ignorar -el proyecto lo hace- que son los padres, y no el Estado, quienes ostentan el derecho constitucional a elegir el tipo de formación que desean para sus hijos.
Es, creo, una manifestación más, la enésima, de ese igualitarismo simplista que se conforma con operar en la epidermis: frente a las evidencias pedagógicas y las experiencias familiares que encuentran en la educación especializada la mejor herramienta para conseguir una igualdad real de oportunidades, se impone la igualdad meramente formal, uniformadora, demasiadas veces dañina y al cabo inútil.
Miren, cada discapacitado es un mundo, necesita una atención personalísima y tiene derecho a recibirla. Partiendo de tal convicción, el debate sobre dónde ofrecérsela es siempre singular, irreductible a soluciones generales. No. Hagan política con lo que quieran, pero nunca, por despiadado e inhumano, con el futuro de los más desfavorecidos. Ellos, a los que la vida les arrebató tanto, no pueden acabar siendo las colectivizadas cobayas de un experimento social tan utópico como olvidadizo de su intangible dignidad.
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