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Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Miras estrechas
El mundo de ayer
Atodo me adapto. Necesito ahormar los zapatos, entibiar la correa del reloj, ajustar la gorra a la forma de mi cabeza. Necesito olvidarme de las viejas risas y complicidades, de las costumbres y horarios que estructuraban las semanas, de las calles y carreteras mil veces recorridas, y aprender de nuevo a hablar y a callar, a elegir una serie o un restaurante, a discutir, a dar la mano o a dar el brazo a torcer.
No siempre adaptarse es fácil. Con cada libro experimento un proceso de aclimatación a su voz, a su ritmo y estilo, y a veces los libros no llegan cuando tienen que hacerlo. Empecé hace años La educación sentimental de Flaubert. Lo hice porque entonces había visto esa peli de Woody Allen, no recuerdo si Annie Hall o Manhattan, en la que se tumbaba en un sofá y le contaba a una grabadora las cosas por las que merece la pena vivir: Groucho Marx, Jimmy Connors, las películas suecas, los mariscos de Sam Wo… Aunque en la versión original algunas cosas cambian (a Connors lo sustituye el beisbolista Willie Mays, y Sam Wo no sirve mariscos, sino cangrejos), otras se mantienen. Una de ellas es la novela de Flaubert.
A las 170 páginas, dejé la novela a medias. Son cosas que pasan: tal vez no era el momento de leerla, o tal vez yo no tenga el gusto de Woody Allen. Así que la devolví a los estantes; no la vendí, no la regalé, sino que pasó años entre mis otros libros, como una presencia culpable. Pero el recuerdo de los libros, como el de las personas, los lugares y los empleos, se queda en nosotros. Y a veces uno, como hacemos todos, quiere volver e intentarlo de nuevo, o hacer por fin lo que nunca se atrevió a hacer.
Por eso hace poco me propuse hacer dos cosas: leer los libros gordos que aún tengo por leer y terminar los que dejé con la palabra en la boca. Así que tomé La educación sentimental de nuevo hace unos días, saqué de su página 170 el marcapáginas de las cuevas de Altamira, y volví a posar sus páginas abiertas en mis manos abiertas, en esa comunión tan honda y cálida que sólo los lectores entenderán, llena de redención y vida.
Apenas recordaba a un par de jóvenes sin nombre y ambiciosos, trasteando por fiestas y cuartuchos en el París del XIX. De nuevo he recordado sus nombres, Frédéric Moreau y Deslauriers, y al matrimonio Arnoux, y he descubierto a los que descubrí entonces y olvidé: Regimbart, Sénécal, Pellerin, Rosanette, los Dombreuse. Y ahora, por fin, mi mente se ha acostumbrado al libro, a su forma de ser, a sus manías, a sus pasiones. Estaba esperando este momento. Leer es una educación sentimental.
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