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Notas al margen
David Fernández
Llanto por la falta de viviendas
Su propio afán
Carlos Leáñez Aristimuño es uno de nuestros principales expertos hispánicos en políticas lingüísticas. Este compatriota venezolano defiende, sabiendo de lo que habla, porque habla lo menos media docena de idiomas, que la tecnología ha reducido y casi anulado la necesidad de conocer una lengua extranjera. Con un cacharro bastante barato, uno puede equiparse con una tecnología que traduce nuestro lenguaje con pericia superior a la que un estudiante aplicado pueda conseguir en su vida.
Leáñez, académico riguroso, no nos invita a la vida muelle. Al revés: advierte que la IA exige mayor excelencia verbal, no menor esfuerzo cognitivo. Su propuesta consiste en que buena parte del tiempo y del dinero que malbaratamos en aprender otras lenguas lo empleemos en dominar la nuestra con más rigor. Se trata de ofrecer a la IA un mensaje –para que ella nos lo traduzca– completo, profundo y atractivo. El objetivo ha de ser leerlo bien, expresarnos con pulcritud y pensar con todas las herramientas de nuestro idioma. En la mayoría de los casos, lengua materna no hay más que una; y “amor de madre, que lo demás es aire”, como avisa el refrán.
Sin apoyarse en las muletas de la tecnología, Julián Marías hace muchos años que venía insistiendo en la esencial implantación en el propio idioma y en la propia cultura. Sin eso, a lo más que uno puede aspirar es a ser tonto de remate en cuatro o cinco idiomas, como se dijo de alguien. Josep Pla insistía en la importancia radical de la lengua de uno: “El dominio de una lengua […] se ha convertido en una forma como otra cualquiera de pasar el tiempo, ¡pero no para mí, que quede claro! De ahí saldrá, quizá, la posibilidad de comer una tortilla en Perpiñán…”.
Yo, que no soy ni lingüista ni bilingüe, que llamo con melancolía a la lengua inglesa mi Amada Invencible, porque trato de conquistarla, pero naufrago una y otra vez en mi lucha contra los elementos, no vengo, sin embargo, a desaconsejar el chocarrero chapurreo de ningún idioma. Más allá de la tortillita francesa, que tampoco está mal, poder leer a los grandes en original, ya merece la pena. En cambio, la parte propositiva de Leáñez, Marías y Pla la suscribo con entusiasmo. Aprovechemos (nosotros y los colegios) la coyuntura tecnológica para recordar el respeto que le debemos al español, y esforcémonos (un poco y con mucho más provecho) por hablarlo bien, leerlo más y más a fondo y escribirlo mejor.
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