Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Un drama
Cambio de sentido
Los grandes males que aquejan al mundo (guerras, crisis climática, desigualdades…) hunden su raíz profunda en la psique, en que el corazón lo tenemos lleno de trastos y la cabecita por amueblar y que, a pesar de ello, nos creemos –qué risa- la generación 2.0 de la Humanidad. Dicho en latín: unus mundus. En El hombre y los símbolos, C.G. Jung nos viene a decir que poco nos pasa: los horrores del siglo XX fueron expresión de la alfombra inconsciente, donde todos y cada cual metemos la cochambre. Nostramos nuestra mejor cara, pero ay de la sombría y oculta, la que no queremos mirar y que, sin embargo, se nos transparenta en el rictus, en el fondo de los ojos y hasta en los andares.
Por descontado que los problemas y conflictos internacionales no son solo cosa de un inconsciente colectivo hecho unos zorros. Afirmar algo así, como hacen los gurús del simplismo, sería realmente perverso. Los problemas políticos, étnicos, territoriales, económicos… son muy complejos. Pero sí puede decirse que, si los grupos, facciones, partidos, naciones… no vuelven los ojos hacia dentro, tenderán a esputar fuera, sobre los otros –quienquiera que sean– las sombras que les aquejan. Manoseo la archifamosa cita de Hanisch: más que “Lo personal es político”, podríamos decir “Lo espiritual es político”, dicho sea “espiritual” librándolo del monopolio de ninguna religión ni derivados.
Pienso esto mientras contemplo la ola de odio infundado e incontenido a los inmigrantes a raíz del asesinato de un niño de 11 años, o cuando veo a los Trumps, Maduros, Mileis, Bukeles o Pútines del mundo y de andar por casa, fiel fosilización de lo que el psiquiatra suizo denominó “la sombra”. Hay expertos en usar para sus fines el inconsciente colectivo. También lo pienso cuando contemplo la dolorosa herida alemana, esa suerte de culpa nacional por el Holocausto, que le impide mirar de frente a Israel por la masacre en Gaza (¿se puede decir ya “genocidio”, o esperamos a la matanza de unos cuantos miles de niños más?). Como quien va a terapia porque espera de su pareja lo que un niño de su madre, los países enteros podrían tumbarse en el diván.
Lo triste de estas cosas, en lo personal y en lo político, es que son las víctimas y no los agresores quienes acaban reclamando limpiar y sanar heridas y sombras. Los verdugos pocas veces tienen el valor de reconocerse. En cambio, hay víctimas tan valientes que solo desean dejar de serlo. Hasta que el mundo no se ponga ante el espejo, no tendremos solución.
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