Los Estados Unidos y Dios

Monticello

10 de febrero 2025 - 03:04

Aquellos puritanos que, expulsados por la corona inglesa, se asentaron en la América temprana, habían redescubierto el Antiguo Testamento y en él, el significado político de la idea de “pacto”. El pacto de Gracia con Adán, el pacto con Noe, con Moisés, con Abraham. El derecho como expresión del contrato sagrado con Dios para un pueblo y una tierra predestinada. Ahí está el germen de las Cartas de Derechos coloniales y, en parte también, de la propia Constitución de los EE. UU., fruto de una Revolución tan religiosa como republicana. Fue Jefferson quien patentó la metáfora del muro de separación entre la Iglesia y el Estado, pero aquella imagen fue evocada mucho antes por el evangelista Roger Willams, quien, frente a la teocracia puritana de Massachusetts, defendió que el jardín de la Iglesia no se contaminara por el desierto del estado. Los orígenes del secularismo americano son impuros y la virtud siempre ha estado allí vinculada a la idea religiosa del buen pastor y al predestinado don de la fe –in God we Trust–, es decir, a un original consenso protestante. Es ese consenso el que rompen los millones irlandeses que llegaron tras el hambre con su catolicismo a cuestas, como luego lo hicieron los italianos. Los ruidosos católicos, apostólicos y romanos –gánsteres de Nueva York– fueron un minoría perseguida, hasta el punto de que, a rebufo del movimiento protestante nativista, casi se enmienda la Constitución para asegurar que las instituciones parroquiales de los católicos no optaran a ninguna beneficencia pública. “Yo seré un Presidente de los Estados Unidos católico, no el Presidente católico de los Estados Unidos” fue la frase hallada por Kennedy para convencer a una mayoría social de que con él no gobernaría el Santo Padre. La Corte Suprema afirmó una vez que los Estados Unidos son una nación cristiana. Esta Nación ya no la preside alguien que responda a la imagen del Buen Pastor, sino un delincuente que alardea su inmoralidad y que ha anunciado la creación de una oficina federal de la fe, bajo el mando de la telepredicadora evangélica Paula White. El desierto del Estado entra el jardín de la Iglesia en un inédito intento de dirigir públicamente la religión de los Estados Unidos, paralelo, a su vez, al proceso avanzado de parasitación nacionalista y protestante de la Iglesia Católica y sus estructuras. Y la idea es brillante, porque, como explicó bien Klemperer, para instalar el neolenguaje de la crueldad, reduciendo a quienes habitan Gaza o a los hispanos sin papeles a una masa informe, es necesario derogar toda conciencia social y qué mejor para ello que neutralizar el genio del cristianismo y usarlo como coartada.

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