La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
Anteayer publicó el Diario una foto que inmortalizaba la reunión de antiguos alumnos que celebramos la semana pasada. Yo, que tengo una pésima relación con mis fotografías, en ésa, sin embargo, amparado por tantos amigos, me vi estupendamente. Y además, ya que el evento ha sido noticiable, me siento justificado para publicar esta columna con mis reflexiones.
El culpable es un compañero que me perseguía con las siguientes cuestiones apremiantes: "En el colegio íbamos a cambiar el mundo, ¿te acuerdas? Nos educaban para ser listos, influyentes, comprometidos… Y ahora, ¿qué? No ha habido grandes desastres, vale, pero tampoco ministros ni lumbreras ni directores generales, ¿eh, eh?". Yo, que amo la aurea mediocritas, sonreí, encantado, antes de que la corriente de la efusión colectiva me arrastrase hacia otras conversaciones. De lejos comprobé que aquel compañero sólo gastaba metafísicas conmigo: con los demás, se entregaba a los abrazos de rigor y a las risas irreprimibles. Pero cuando el tiovivo de la reunión nos volvía a acercar, insistía. Espero que no fuese porque me ve específicamente fracasado, sino por esto de escribir en prensa.
Embargado por el espíritu de jolgorio general, no se me ocurrió ninguna réplica. Pero fue bajar las escaleras del restaurante, y enseguida se me apareció el famoso esprit de l'escalier, que dicen los franceses. O más: tres espíritus, a lo Cuento de Navidad de Dickens.
El fantasma del futuro o de mi vanidad herida se extrañó mucho de que mi viejo amigo hubiese caído en el juvenilismo imperante. Teniendo en cuenta que se vive de media hasta los 80 y que ZP se dispone a alejarnos la edad de jubilación, resulta muy precipitado sacar conclusiones cuando tenemos nada más que, ejem, 40, o sea, que estamos en el mezzo del cammin di nostra vita. Correr es de cobardes: hay tiempo de sobra para hacer grandes cosas; o para intentarlas, que es lo emocionante. Por mí no va a quedar…
Pero el espíritu del presente o del sentido común apartó de un manotazo a su vaporoso colega y me dijo: "¡Mira!" Quien tiene un amigo tiene un tesoro y ahí mismo estábamos nosotros con las manos llenas y desenterrando aún más cofres que el tiempo no había logrado oxidar. Y cada uno tenía una familia, y no se me ocurre ningún éxito mayor que ése, ni más cambiar el mundo que un hijo o varios que lo descubran entero de nuevo.
Por último, el espíritu del pasado, el de la dulce nostalgia, se dejaba caer: "Os educaron para ser cultos y buenos, efectivamente. Y así ¿qué podía esperarse? Habrían leído a Aristóteles en vuestro cole, pero poca poesía china e ignoraban la advertencia de Su Tung Po: 'Todos desean un hijo inteligente. ¡Qué poca/ experiencia la suya! Yo lo prefiero/ adulador, estúpido, ignorante…/ Así será feliz. Y, si se empeña,/ puede que hasta ministro'. Pasarán otros 40 años y no llegaréis, muchachos, ni a subsecretarios". Bueno.
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