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La alternancia política es un concepto medular de la cultura democrática. La democracia demanda la conciencia, por parte de quien ha sido legitimado para ejercer funciones de gobierno, de que su posición es transitoria, y de que el sistema político no es una estructura propia, sino al servicio de lo que los ciudadanos, mediante el sufragio, determinen mayoritariamente. La idea de democracia como proyecto común está íntimamente vinculada a esta comprensión del cambio como elemento constitutivo del sistema. La democracia es conflicto, pugna, politización social, pero también, en último término, es un dispositivo abierto a cualquier mayoría. Sobre esta premisa, hay un ámbito de la institucionalidad que no puede ser confundido con la función de gobierno. La idea de fondo, simplificando, es que los gobiernos cambian, pero las instituciones permanecen. El gobierno es un órgano político, pero no toda la estructura estatal está condicionada por la lógica pura del sistema de partidos. Para ello, la Constitución establece mecanismos para garantía de la imparcialidad y neutralidad de determinados órganos, fundamentalmente basados en que no sólo es necesario un amplio consenso para designar a sus integrantes, sino también poseer un conocimiento experto o prestigio específico. La realidad es, sin embargo, que este diseño constitucional ha sido progresivamente corrompido por la lógica partitocrática, en lo que podemos denominar, una paulatina espiral hacia la falta de credibilidad. La designación por parte del actual Gobierno de un exministro y una exdirectora general del propio ejecutivo, como magistrados del Tribunal Constitucional, constituye el ejemplo más paradigmático, por autodestructivo, de esta tendencia. Y digo autodestructivo, porque esto no es sino un precedente. Al prescindir mentalmente de esa idea de alternancia, se olvida que actos de este tipo ahorman la práctica política española y que nada podrá objetarse así, cuando en un futuro próximo quien es ahora oposición política actúe de igual forma. En un contexto de polarización, donde el Parlamento lejos de permitir una síntesis pacífica de las diferencias sirve a la intensificación del conflicto político, la apariencia de neutralidad de cada una de las instituciones constituye un elemento básico para la integración de la comunidad política. Pero no sólo eso, la falta de dicha apariencia de neutralidad merma la credibilidad en las instituciones. Las hace débiles y vulnerables en el ejercicio de sus funciones. Como le ocurre ahora a la Fiscalía General del Estado.
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