Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
En tránsito
El otro día, en la ribera del Guadalquivir, me encontré con una pareja de abuelos que paseaban a su nieta en el cochecito. Esos abuelos me llamaron la atención porque hacía mucho tiempo que no veía una imagen así: en un maravilloso paseo fluvial, bajo los álamos y los tamariscos y las adelfas, apenas se ven cochecitos de niños. Lo habitual es ver a la gente que pasea a su perro –o a muchos perros–, pero apenas se ven bebés o niños. Y yo diría que la proporción habitual sería la de unos 50 perros por cada bebé que aparece por el paseo. Y me estoy quedando corto.
Hay gente que se alegra de que no haya bebés, del mismo modo que hay mucha gente que se alegra de que esté desapareciendo la familia (y en ella incluyo a las familias gays o lesbianas con hijos, que son tan familias como las demás). Se supone –hay una larga tradición al respeto– que la familia tradicional es el repositorio de toda clase de abusos, injusticias y maltratos. Ya conocemos la historia: el padre despótico, la madre sumisa –y con frecuencia violentada– y los hijos que tienen que resignarse como pueden a la dinámica siniestra del despotismo paternal. Sí, esa es la imagen que tenemos. Y si hacemos memoria, hay cientos de novelas sobre familias desgraciadas y horribles, y en cambio hay poquísimas novelas actuales, si es que hay alguna, sobre una familia razonablemente feliz (tal vez por aquello que decía Tolstoi de que todas las familias felices se parecen). Ahora bien, las familias razonablemente felices también existen. Y han existido. Y muchos de nosotros, por fortuna, las hemos conocido.
Si no hay familias, si no hay hijos, si no hay abuelos, si no hay vínculos de afecto familiar, ¿qué va a ser de nosotros? ¿Quién nos prodigará cuidados, afectos, caricias? ¿Quién nos hará compañía? ¿Quién nos escuchará? ¿Quién querrá hacerse cargo de nosotros? Los ilusos –y ahora abundan más que nunca– nos dicen que ese afecto y esos cuidados serán tarea del Estado, ese Estado convertido en una especie de expendedor de amor abstracto (a cambio de nuestros impuestos) y que se hará cargo de nosotros y nos cuidará y algún día nos cerrará amorosamente los ojos. Permítanme que me ría. El Estado es una bestia insaciable gestionada por burócratas a los que les importa un pimiento el amor. Sin hijos, sin abuelos, sin afecto, sin familias, va a ser bonito ver cómo acaba todo esto.
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