Enrique García-Máiquez

El fantasma del palacete

Su propio afán

02 de febrero 2025 - 03:06

El decreto ómnibus ha estado a punto de convertirme en un vehemente populista, justo cuando empieza a estar de moda, encima. La noticia de que el PSOE y el PP han regalado un palacete en París al PNV y que el Estado le pagará un alquiler con cargo a nuestros impuestos me ha permitido materializar al inquietante fantasma de privilegios partitocráticos que se pasea por los pasillos de nuestro sistema, haciendo sonar sus cadenas doradas, que son las nuestras.

Trapicheos, privilegios, chiringuitos, corrupciones y sueldos suntuosos son el combustible del populismo. La inflación, las multas y los demás impuestos son la cerilla.

Pero he frenado a tiempo. He recordado las enseñanzas del añorado Dalmacio Negro en su libro La ley de hierro de la oligarquía. Nos enseñó el maestro que la élite va a existir siempre. Es inherente a la organización y a la naturaleza humana. El poder se concentra irremisiblemente en unos pocos. De modo que el anti-elitismo empieza, vaya por Dios, con una mentira, o a sabiendas o por ignorancia, o con una simplificación, o interesada o porque no confía o desprecia a sus oyentes.

Pero “quien trata de educar y no de explotar, tanto a un pueblo como a un niño, no les habla imitando a media lengua un lenguaje infantil”, avisa Nicolás Gómez Dávila, y yo trato de aplicármelo. Así que digamos la verdad: élite va a haber nos pongamos como nos pongamos.

La única decisión política posible es que sea una oligarquía preparada, exigida, virtuosa, excelente, esto es, en sentido etimológico, aristocrática. La otra posibilidad –y no hay ninguna más– es que sea una oclocracia, esto es, lo que tenemos ahora, con sus palacetes para arriba y para abajo para ellos, sus doctorados falsos y sus mentiras extractivas. La cuestión de las élites no es ser o no ser, porque van a ser, sino cómo. ¿Serán líderes que busquen el bien común o acaparadores ansiosos de privilegios mutuos? El fantasma del palacete parisino nos deja vislumbrar lo que tenemos en el espejo nebuloso del decreto ómnibus.

Esos acuerdos entre bambalinas y neocortinajes cortesanos hacen que los ciudadanos, esto es, los contribuyentes, miremos con espanto a nuestros representantes. Normal: el fantasma del palacete no es una alucinación. Es el epítome de una forma de hacer política que necesita urgentemente un exorcismo, que no es el populismo que nos pide el cuerpo. No hay más remedio que empezar por las almas.

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