La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
EN otras circunstancias, no habría estado más de acuerdo Rafael Navas: otra manera de disfrutar la feria es no yendo. Sin embargo, como este año, tras mi operación en el ojo, no me conviene nada pisarla, rabio por ir, por buscar un aparcamiento como una aguja en un pajar, por abrirme paso luego a codazos hacia la barra, por tocar las palmas, por decir "ole" hasta desgañitarme, por marcarme un vibrante zapateado, por beber el fino que me toque y por tragar el polvo del Real, arsa.
Me he quedado en casa, avergonzado. Divertirse se ha convertido en una seria obligación social y si uno no se pega dos o tres viajes al año o sale a cenar cada fin de semana, tiene que ir por la vida dando excusas y buscando coartadas. Yo casi siempre resisto, pero esta vez, debilitado por los nolotiles, he adoptado una estrategia vergonzante de camuflaje y simulación.
He puesto unas sevillanas a todo trapo en mi equipo de música. Cuando me llama algún alma caritativa en fase de exaltación de la amistad para preguntarme que por dónde ando, que a ver si nos tomamos una copita, subo el volumen. Y grito: "¡Ojalá! Estoy en mi, ejem, casita, ¿y tú?" "¡En tu caseta!", grita el otro desde su auténtico follón ferial, "no sabía que tuvieras caseta, tío, eso se avisa". "En realidad es, digamos, del banco", matizo. "La caseta del banco, uf, que me cortas el punto… Entonces mejor nos vemos en la Municipal".
Cuando aprieta la nostalgia, me asomo a la ventana. Las lejanas luces de la feria forman un halo como de aurora boreal bastante bonito, y que va bien con el frío de mi espíritu. Otros años pensé que el runrún en mis oídos era la resaca auditiva de tanto jaleo, pero no. La feria suena como una caracola gigante que se escucha en todo El Puerto.
No es melodiosa, pero como si fuera el magnético canto de las sirenas, he arrancado el coche y me he sumergido en el atasco. Será la feria de la crisis pero no es la crisis de la feria. Cuántos coches. Como cuando uno va a la feria se pasa más de la mitad del tiempo en la carretera, puedo decir que he disfrutado del 60 o el 70 por ciento de la fiesta. Incluso, para hacer ambiente, he tocado el claxon con cara de desesperación y mosqueo. Qué bien me lo he pasado.
A la vuelta, por calles semidesiertas, he manchado cuidadosamente de polvo mis zapatos hasta las rodillas. Aprovechando que al menos un ojo lo tengo irritado y sanguinolento, como de no haber dormido en cuatro días, me he dejado ver con pinta de haber exprimido la juerga hasta el extremo.
¿Que por qué lo confieso, después de tanta simulación? Pues porque los que tengan cuerpo de leer hoy, domingo por la mañana, el periódico no serán los más feriantes. Y porque este artículo, precisamente, se lo dedico a los que, por un motivo u otro, se quedaron este año en sus casas. Por suerte, para brindar por ellos con una copa de fino (o con dos) no hace falta ir a la feria. Salud.
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