Vía Augusta
Alberto Grimaldi
¿A quién protege el fiscal general?
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UNA cosa nos enseñó el siglo XX: que los crímenes contra la Humanidad necesitan de la complicidad silenciosa de infinitas "buenas personas" para ser perpetrados. Sin ese silencio prudente de tantos, no habría habido Gulag ni Auschwitz; sin hipócrita desvío de la mirada no hubieran sido posibles los campos de reeducación maoístas ni los de la muerte de Camboya. Cada época y cada ideología revelan su faceta criminal contra las gentes indefensas, esa forma de genocidio que les es propio y por el que antes o después serán juzgadas. Porque ningún crimen queda sin castigo.
Ha querido el azar que prácticamente al mismo tiempo que el PP hacía aprobar en el Congreso la ley que nos impedirá a cientos de miles de españoles volverle a votar nunca jamás, circule por la red un vídeo que, en Estados Unidos primero, y luego en todo el mundo ha causado verdadera conmoción. Un vídeo que en España no ha merecido ni un minuto, ni una línea en esos medios de comunicación que presumen de abiertos a todos y plurales. Y es que no hay mayor censura que la de no querer salirse bajo ningún concepto de los márgenes del pensamiento dominante. Y de los silencios que impone.
La grabación muestra a Deborah Nucatola, directora en América de los servicios médicos de Planned Parenthood -principal empresa abortera en buena parte del mundo- comiendo con verdadera fruición mientras habla a unos potenciales clientes de la venta de órganos de niños para la obtención de tejido humano. Tras referirse con todo detalle a la demanda de vísceras concretas ("Mucha gente quiere corazones intactos" o "Yo siempre digo: tantos hígados como sea posible") remata para convencer a los clientes: "Somos muy buenos consiguiendo corazones, pulmones e hígados porque sabemos cómo hacerlo sin perforar esa parte, sino rompiendo arriba, rompiendo abajo y comprobando que todo sale intacto". Luego reconoce las dificultades para conseguir las cabezas enteras, pero ofrece detalles que les ahorro para no perder tampoco ese beneficio. Y mientras a lo largo de dos horas va excretando todo ese relato infernal, la doctora Nucatola sigue devorando satisfecha su comida.
Hay que caer muy bajo para hacer como que no se ve, que no se oye, que nunca ha existido el festín de Deborah Nucatola. ¿Cuántas Nucatolas, cuántos monstruos anónimos sostenemos con nuestras leyes, nuestros impuestos y nuestro silencio?
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