Postrimerías
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Cambio de sentido
En el hotel y spa Vilina Vlas, a pocos kilómetros de Visegrado (República Srpska), un muralito de escasa calidad artística recrea a las hadas del Drina que se bañan coronadas y desnudas. Continúo haciendo scroll y contemplo amplios salones, humeantes guisos de carne, un lugar soleado en el monte. Devuelvo el móvil en el que me lo muestra a mi acompañante (seamos precisas, soy yo quien acompaña y aprende de un periodista en su viaje de documentación por la zona) y le confieso que soy incapaz de ir hasta allí. Aquel edificio, durante la guerra de Bosnia fue un centro de violación. Según el informe de la ONU, allí fueron violadas, torturadas y –muchas– asesinadas (otras se suicidaron) más de 200 mujeres y niñas bosniomusulmanas. Mujeres que ahora tendrían la edad de mi madre, niñas nacidas en el mismo año que nací yo. Prefiero pensar que quien reserva allí no desoye, sino que desconoce los gritos que chocaron contra aquellas paredes.
Habrá quien me diga –aclarando antes la voz y olvidando los versos finales del poema– que en los campos de Flandes crecen amapolas y que, si tengo el pellejito tan fino, más me vale no cruzar el histórico puente sobre este río ni sobre ningún otro. Les responderé que las heridas de guerra y de terrorismo no se curan tapándolas sino dejándolas al aire –a Srebenica o Auschwitz y sus memoriales me remito–, y que no solo estremece la barbarie sino la asepsia que sirve de losa, como en esas pelis de David Lynch en las que –suena Blue velvet–lo más oscuro habita en ciudades de cielo azul y casas con jardín, donde los bomberos nos saludan a su paso, lozanos y carilucios, desde el camión.
Los planes de Donald Trump de comprar Gaza hecha un solar, donde aún yacen calientes bajo los escombros los cuerpos de unos 10.000 desaparecidos; sacar a las gentes de su tierra (“limpieza”, lo llama, se le ha caído el adjetivo “étnica” pero no me importa agacharme a cogerlo y dejarlo en su sitio), y levantar allí un resort, hiela la sangre. Le felicito, se ha superado –Netanyahu, que se suma a mis felicitaciones, aplaude–. No se me ocurre mayor infamia que semejante reinvención de la pax romana: desterrar a los vivos y a sus generaciones venideras y enterrar a 50.000 masacrados bajo la espesa capa de césped y silencio de un campo de golf en el que un rubio de dentadura gringa hace doble bogey. Arrullan las tórtolas, “tur, tur”, sisean los aspersores. Olvídese al fin de todo. Bienvenido a Gaza d’Or.
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