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La tribuna
COMO es sabido, la mejora de la educación se centra últimamente en la consecución de resultados en las pruebas y exámenes que realizan los alumnos. Si bien es discutible que este tipo de mediciones constituyan un referente absoluto de lo bueno y de lo malo, puede aceptarse que son útiles para orientar el trabajo de los centros escolares así como la política educativa. En este sentido, los datos del Informe PISA en Andalucía revelan resultados bajos si se compara con otros países o con otras comunidades autónomas. Así se puso de manifiesto en un seminario sobre rendimiento educativo organizado recientemente por el Centro de Estudios Andaluces. Todas las intervenciones de los expertos que participaron en el citado seminario, coincidían en que el factor decisivo para que los alumnos obtengan mejores o peores resultados es el contexto sociocultural y el nivel de estudios de los padres.
Este análisis pone de manifiesto, una vez más, que la mejora de la educación es un asunto complejo que requiere políticas a largo plazo: no existen atajos ni fórmulas mágicas. Además, si el factor clave está fuera del sistema educativo, las estrategias de mejora tienen que implicar a otros ámbitos de la sociedad, pues los problemas de la educación no son únicamente responsabilidad de la política educativa. Por sí solo el sistema educativo no puede actuar sobre todos los factores que afectan al rendimiento de los alumnos y, lo que es peor, no puede actuar sobre los que tienen mayor incidencia.
Los estudios sobre los resultados de las pruebas de rendimiento aportan, además, otras conclusiones que son dignas de ser tenidas en cuenta. El informe elaborado por la OCDE sobre las pruebas PISA de 2006 analiza qué ocurre si se detrae la variable sociocultural, es decir si se comparan los resultados que obtienen los alumnos con un estatus similar. El sociólogo Julio Carabaña desglosó este aspecto del informe, concluyendo que, en ese caso, los resultados del conjunto de España mejoran en 10 puntos, situándose en un nivel similar al de Reino Unido, Francia o Alemania. En el caso de Andalucía los resultados mejoran en 21, situándose al nivel de Suecia y por delante de países como Dinamarca, Estados Unidos o Noruega. ¿Qué quiere decir esto? En nuestra opinión estos datos significan que en España y, particularmente en Andalucía, el sistema educativo, aunque mejorable, no es malo; que el funcionamiento de los centros escolares, aunque mejorable, no es desastroso; y, en definitiva, que el trabajo que realizan los docentes, aunque mejorable, es de probada eficacia. Si los resultados que se obtienen en las pruebas de rendimiento no son tan buenos como sería deseable, es sobre todo porque existen dificultades que no son fáciles de resolver en los centros escolares. Entonces, ¿por qué hay que poner patas arriba el sistema educativo? ¿Por qué es necesario cambiar de manera significativa la gestión de las escuelas y los institutos y el trabajo que hacen los profesores?
Las políticas que, de un tiempo a esta parte, se empeñan en introducir formas de gestión empresarial y criterios productivistas en el funcionamiento del sistema educativo no se justifican en el análisis de los problemas de la educación, sino en doctrinas y modas que son ajenas a la cultura de la escuela. Lo peor es que estas políticas, que en algunos aspectos son seguidas con entusiasmo en Andalucía, lejos de contribuir a la mejora de la educación, no hacen sino aumentar las desigualdades, provocando de paso el efecto de darle palos a un avispero.
Así, por ejemplo, la política de reforzar el papel de la dirección de los centros escolares introduce estructuras fuertemente jerarquizadoras en un trabajo que por su naturaleza requiere más bien esquemas colaborativos. Convertir a los directores en gerentes y jefes de personal dentro de un modelo organizativo piramidal, en detrimento del papel de los órganos colegiados, no contribuye, como se dice, a fomentar el liderazgo pedagógico, sino a transformar a las escuelas e institutos en oficinas cuyos empleados, los profesores que imparten cada día clases en las aulas, sienten cada vez más desconfianza y vigilancia sobre su trabajo, lo que más bien provoca desafección y falta de compromiso. No hay ningún estudio que demuestre que estas medidas contribuyen a la mejora de la educación, antes al contrario. Entonces, ¿por qué empeñarse en ese camino?
En este mismo sentido podrían ponerse otros ejemplos, como el de subordinar de manera absoluta la adquisición de conocimientos a las competencias (hacer sin saber) o el de centrar la mejora de la educación exclusivamente en aspectos que se pueden medir y cuantificar. El caso es que el sistema educativo no funciona tan mal como parece y que, en consecuencia, para mejorar la educación no hace falta cambiarlo todo. Más que experimentos y fórmulas mágicas de eficacia indemostrable, sin renunciar a estrategias de largo recorrido sobre contenidos y formas de enseñanza, a veces sería suficiente con resolver deficiencias elementales que afectan al diario funcionamiento de los centros escolares, con generar entusiasmo y complicidad entre los docentes. En todo caso, no está de más tener presente que en lo que respecta a la mejora de la educación, la prudencia y la paciencia son virtudes muy recomendables.
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