El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
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Cuarto de muestras
Se reabre Notre Dame. Todos la vimos quemarse, entre incrédulos y alucinados, como ante aquellos cuadros de Rothko en los que los colores son blandas manchas ardientes. La aguja altiva dejó de tocar el cielo de París y con ella cayó el mayor símbolo de la devastación del fuego, de nuestra fragilidad. Y lo que el hombre hizo para Dios hace siglos lo ha rehecho no sólo para él sino también para el hormiguero interminable de turistas que esperan impacientes su ansiada foto de la visita tras la restauración. La eternidad reabre sus puertas al mundo.
Están hechas las catedrales como los buenos cuadros, de tiempo, de capas y veladuras, de arrepentimientos y olvidos, de pequeños detalles y de emblemas, de humildad, de ambición, de intuición, de vanidad. De soberbia. De entrega. De fe. Es esa mezcla de siglos, de estilos, de esfuerzos, de devociones, del libro cuyas páginas permanecen ocultas en sus naves y columnas describiéndonos un tiempo sin tiempo, lo que nos hace intuir su trascendencia. Francia y con ella el mundo, cura su herida y reabre Notre Dame. París vuelve a tener su paisaje espiritual y estético más valioso.
Tiene también España su herida nacional, su catedral por reconstruir. Todos vimos deshacerse un puente como si fuese de plastilina por la corriente incontrolable, el agua arrasando ciudades, devorando casas, arracimando coches, destruyendo la vida pequeña de todos los días y la grande, la conseguida tras una existencia de trabajo y ahorros, hasta dejar a la gente sin nada. Y los cadáveres. Intensidad y caos como en El Diluvio de Da Vinci.
Aún perdura el barro y el mal olor no sólo en las calles de los pueblos de Valencia. El barro se ha esparcido por administraciones y organismos, por reacciones partidistas de uno y otro signo. Al dolor de la destrucción se ha unido la falta de respeto porque la única pelea posible, digna y honorable debiera ser por cómo conseguir recuperar lo antes posible todo lo recuperable y por construir algo nuevo, mejor. Los jóvenes no preguntaron ni discutieron ni reprocharon ni esperaron diagnósticos. Acudieron.
En este mundo deshecho brilla la luz del sagrario de la vida: niños que vuelven a los colegios, adolescentes que se enamoran, mayores que cuentan mil veces el desastre como quien ha vivido una guerra sin poder salir de ella.
España tiene su herida nacional en Valencia, que es su catedral por reconstruir, con esfuerzo, con entrega, con fe, con grandeza. Con un buen proyecto completo y bien presupuestado. Sin indignidades.
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