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La esquina
José Aguilar
Política cateta, miope, alicorta
Postdata
Leo el prólogo que Javier Benegas ha escrito al libro Las guerras que perdiste mientras dormías (2025), de Karina Mariani. En él, analiza el prologuista dos de las (malas) ideas que están determinando el ejercicio actual de la política.
Se centra la primera en una afirmación proveniente del feminismo de segunda ola. Proclama éste que “lo personal es político”. Ignora, creo, que, si eso es así, estamos permitiendo que el poder del Estado penetre en ámbitos antes individuales e intocables. El legislador encuentra entonces vía franca para regular no sólo lo público, sino lo particular, transformándose en un a modo de ingeniero social. La libertad propia pasa a segundo plano y la ortodoxia estatal se inculca desde las normas. Surgen de esta forma sociedades vigiladas, que deben ajustarse al canon dominante si no quieren sufrir castigos legales o sociales. Al tiempo, desaparece la diferencia entre lo público y lo privado, violándose la intangibilidad de nuestra vida íntima y transformándonos en esclavos de una realidad ficticia, omnicomprensiva y dogmática. Una pésima regla que nos deja inermes ante las asfixiantes maniobras del poder.
La segunda declara que “nuestra política comienza con nuestros sentimientos”. No es desde luego un enfoque novedoso. Tras los regímenes confesionales de siempre y los nacionalismos del XIX, fue en el siglo pasado cuando, poco a poco y sin ignorar la necesaria simbiosis con los sentimientos, se impuso la política de la racionalidad. Pero, ya presuntamente instalados en el quimérico final de Fukuyama, surge con el tercer milenio una política que se separa de la objetividad y de la razón. Se comienza a legislar en base a sensibilidades colectivas y, lo que es peor, individuales. El sentimiento, que es algo improbable, acaba fundamentando preceptos disonantes e instituyendo una “tiranía emocional”, cuyas decisiones las adopta el Estado, dice Benegas, no en función de lo justo, eficaz o real, sino al son de los grupos que logran imponer su relato emotivo. Además, el dominio de los medios de comunicación facilitará su manipulación interesada por un gobierno que, así, controla sutilmente al pueblo.
Frente a estas dos ideas funestas, tenemos que seguir manteniendo sin complejos el valor supremo de la razón. No debemos sentirnos inferiores por ser hijos de la Ilustración. De ella procede, no lo olviden, la única sociedad que puede llamarse reflexiva, abierta y democrática.
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