Postdata
Rafael Padilla
Una pésima hipótesis
Gafas de cerca
Durante muchos años, el sistema de salud español ha sido un caso de calidad de servicio, en una función pública esencial de cualquier país que aspire al desarrollo. No sólo por su nivel de protección “universal”, sino por la cualificación de sus profesionales sanitarios y por sus niveles de dotación, que pasaban por ser superiores a los de la mayoría de los estados que se tienen por avanzados. No digamos de los de otros en los que en el derecho a la protección y promoción de la salud rige el salvaje lema que reza tanto tienes, tanto vales; o en aquellos condenados por la pobreza crónica.
Hemos dicho universales, o sea, reclamables por cualquier persona que requiera de atención primaria o especializada. Suele decirse que, además de universal, la sanidad pública es gratuita. Es evidente que gratis no es nada, y que los gastos e inversiones en sanidad deben ser financiados por los impuestos. La gratuidad debe entenderse como el derecho a la medicina práctica que tiene cualquier nuevo ciudadano desde su nacimiento y durante su infancia y juventud, etapas del ciclo vital en las que, obviamente, el beneficiario del cuidado médico no paga ningún impuesto. En eso consiste la gratuidad. ¿Nos creemos la progresividad y la redistribución tributaria?
Es una vergüenza nacional que nuestros médicos, enfermeros, celadores y otros profesionales del ramo se vean en demasiadas ocasiones amenazados física y mentalmente por desalmados o majaras. Debe proveerse a sus centros de trabajo de seguridad preventiva, y no a tiro de una desesperada llamada telefónica, o defendidos por un heroico compañero. Y por lo mismo, por el sistema y por sus trabajadores, debe castigarse duramente a quienes ejercen la violencia y el abuso; sea en un gran hospital, sea en un modesto ambulatorio. No es de recibo que dediquemos montañas de agentes de policía a grandes fastos deportivos o de diversión, mientras que una doctora o un recepcionista se jueguen, desamparados, la propia salud en el ejercicio de su tarea, que no es otra que la de cuidar de la de otros. No son misioneros ni soldados de la caridad: son profesionales. Más pronto que tarde, su desamparo será el de todos los demás, usted o yo, o nuestros hijos. En una tesitura dolorosa, vital. “Las jornadas de doce horas y las guardias las hago por dinero, porque con la mierda de sueldo que tenemos no se llega nada”, me dice una médico, que ya ha recibido agresiones de sujetos que saben que no van a pagar cárcel por su barbarie; que su derecho a ser atendidos incluye la impunidad, frontal enemiga de todo derecho.
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