Enrique García-Máiquez

La independencia

Su propio afán

27 de julio 2024 - 03:04

Detecto división de opiniones sobre la actuación del juez Peinado. Cierta crispación. Esta España tan partidaria de partirse en partidos ha tomado o el de a favor o el de en contra. Yo tiro la primera piedra contra mí: yo, a favor, confieso. Pero no vengo a dar –ya lo hice– argumentos a favor de mi favor, sino a pedir una moratoria o buscar un punto de encuentro. Lo que nadie podrá negar es que la actuación del juez Peinado demuestra que en España un juez es libre e independiente, a diferencia de la fiscalía, y que puede perseguir presuntos delitos presuntos hasta de las más altas instancias del Poder. Eso, al menos, nos parecerá bien a todos. Yo tengo la creciente sensación de que mejoraría la justicia cambiando las competencias: que los juicios se inicien ante los tribunales superiores y se decidan en última instancia por jueces del montón. Pero, para calmar los ánimos, recordemos que Peinado sólo hace la instrucción y que luego ha de venir un juez y luego un recurso y luego otros y otros y que a nadie se le condena por una arbitrariedad.

Se me puede objetar que el daño que se causa al presidente Sánchez no es judicial, sino mediático. Interesantísima objeción, porque, en ese caso, es un daño autoinfligido y por partida doble. Primero, porque Sánchez no se ha tomado con naturalidad que un juez le cite de testigo. Movilizando todas sus baterías mediáticas en su defensa, contribuye al ruido y la furia, que revierte contra su imagen. En segundo lugar, fue el propio Sánchez el que, cuando estos asuntos testificales afectaron a otros líderes rivales, puso su gritito en el cielo. Ahora le ha caído encima su escándalo de entonces.

Pero podría reconducirlo, si quisiera. Declarar sin quejumbres y contribuir a la normalidad democrática, donde los jueces son un poder independiente.

La auténtica lástima es que esto de los jueces sea una excepción, que, además, como se ve, quiere ser laminada cuanto antes. Sería una maravilla que el poder legislativo, esto es, el parlamento, también fuese independiente del poder ejecutivo y del poder partitocrático. O sea, que un diputado –sometido sólo a la ley, a su mandato representativo y a su conciencia– pudiese votar a favor de los intereses de sus votantes con independencia de lo que diga su líder.

Aquí somos tan raros que, en vez de celebrar una excepción al sometimiento generalizado, muchos aspiran a que todos obedezcamos a la voz de ¡ar!

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