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Desde hace meses, y tras muchos años de haberlo hecho con demasiada frecuencia, procuro no mostrar aquí mi indignación –que la siento– ni calificar a la clase política española con todos los adjetivos gruesos y airados que sin duda merece. Ahora considero más fructífero dedicar estas pocas líneas a reflexionar sobre nociones esenciales como la libertad, el diálogo o el sentido común. Además me horroriza caer en lo que el periodista José Antonio Montano llamó la indignación obediente, esa que únicamente surge contra el proceder de un color del espectro ideológico y que calla si aparecen conductas iguales o semejantes en su opuesto. Es un espectáculo vergonzoso ver como la rabia se somete mansamente a tal adiestramiento cromático.
Por otra parte, y aquí mi opción alcanza mayor fundamento, no acabo de asumir que la mera indignación tenga auténtica utilidad. Solemos confundir la indignación con la actuación. Indignarse resulta ser algo muy aparatoso, y también lucrativo, cuando uno acosa a los políticos, se escandaliza por sus errores y vocifera frente a la estupidez reinante. Pero, si se fijan, esto no resuelve nada porque no aporta nada nuevo. Se convierte en una negación pueril y simplona. Señala el filósofo francés Raphaël Enthoven que la indignación es una miopía deliberada, una ceguera colectiva. El indignado se niega a ver más allá de aquello que lo indigna, se ahorra el esfuerzo de buscar los desajustes que explican la circunstancia que lo enfurece. Así será imposible hallar una base sólida, una certeza que permita pasar del repudio a la construcción. Otro filósofo, el español Daniel Innerarity, lo expresa del siguiente modo: “Quienes rechazan [hoy y aquí] no lo hacen a la manera de los antiguos rebeldes o disidentes, ya que su actitud no diseña ningún horizonte deseable, ningún programa”. De esta forma, concluye, resulta difícil distinguir la cólera yerma de la indignación justa y operativa.
Pedir a la gente que se indigne, opina de nuevo Innerarity, es darles la razón para que continúen viviendo en una mezcla de conformismo y cólera improductiva. La indignación no es un valor, sino una reacción sedante. Por ello, el verdadero desafío consiste en cómo pasar de la indignación a la acción, en cómo sacudir las conciencias para que la política vuelva a ser un agente generador del bien común. Y ello, entiendo, no pasa sólo por seguir desahogándonos en el grito pasional de una furia baldía.
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