El pinsapar
Una manta de Grazalema
Postdata
No hace mucho, ha sido noticia el progreso en el estudio de un tipo de medusa, la Turritopsis dohrnii, capaz de regresar al inicio de su ciclo vital. La investigación sobre esta llamada “medusa inmortal”, realizada en la Universidad de Oviedo, al lograr descifrar su genoma, aumenta las opciones de acercarnos a la amortalidad, a la capacidad de estar vivos de manera indefinida. Ya se conocían determinados organismos de longevidad extrema (la hidra, un invertebrado, o la tortuga de Galápagos, entre otros). Pero ninguno puede, como nuestra medusa, volver desde un estado adulto, en el que se reproduce sexualmente, hacia un estado anterior, llamado pólipo, en el que se reproduce asexualmente. Y aunque estos científicos niegan que la inmortalidad sea posible, tras tanto esfuerzo de la ciencia, late, creo, la ambición oculta de alcanzarla.
La amortalidad o la inmortalidad, su versión cíborg, conllevarían, de ser logradas, gravísimos problemas sociales y, a mi juicio, también individuales. En cuanto a los primeros, destacan el lógico riesgo de discriminación, al exigir técnicas de alto coste; incluso si eso se obvia, la multiplicación insoportable de la población mundial, que obligaría probablemente a establecer topes de edad y eutanasias forzosas; y, cómo no, la ruptura de un lógico relevo generacional, relegando a los jóvenes a un papel social secundario.
En el orden personal, para mí se trata de una hipótesis angustiosa. La contemplación sensata de lo que somos nos desvela una humanísima realidad: la muerte es parte de la vida, un acontecimiento irrenunciable para no perder esa esencial temporalidad que nos identifica y que dota de valor y de sentido a nuestra propia circunstancia. Afirmaba Lucrecio que el que ha gozado debe retirarse de la vida como huésped satisfecho; en cambio, añadía, el que ha sufrido recibirá gustoso a la que viene a cortar el hilo de sus desventuras. Palabras sensatas que advierten contra el absurdo de las historias interminables, sean éstas de una felicidad insípida o de un dolor eternamente inconsolado. Guárdense, pues, los sabios de tentar nuestros miedos y de robarnos, en nombre del progreso, la única verdad que da sentido a tanto afán. De mi cuenta queda el intentar no temer a la muerte, por supuesto no llamarla, ni tampoco en trance alguno provocarla; y de la suya, dioses neófitos que ignoran el orden y la medida, el respetar mi dulce y sagrado derecho a esperarla.
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