José María García León

Las lecciones del Doce

Tribuna de opinión

Fueron los liberales quienes más incidieron en ese proyecto global de una España nacional

Imagen del interior del Oratorio de San Felipe Neri, donde se celebraron las Cortes de 1812.
Imagen del interior del Oratorio de San Felipe Neri, donde se celebraron las Cortes de 1812. / Julio González

24 de marzo 2024 - 06:00

A propósito del pasado 19 de marzo, día en que se promulgó la Constitución de 1812, la primera de nuestra historia, y respecto al agitado panorama de la política española del momento, no estaría de más volver nuestras miradas hacia ella, eso sí, con la suficiente distancia y perspectiva histórica que solo el tiempo es capaz de otorgar.

En nuestro afán por magnificar ciertos acontecimientos del pasado (todas las naciones lo hacen) y este es uno de ellos, corremos muchas veces el riesgo de quedarnos con unas cuantas ideas superficiales y en cambio obviar, muchas veces sin pretenderlo, aquellas otras de más calado de las que, mira por donde, se pueden extraer las oportunas conclusiones o, mejor, enseñanzas.

El mismo día en que se inauguraron aquellas Cortes, todavía en la Isla de León, se aprobaron dos principios que han permanecido inalterados, salvo leves retoques, a lo largo de las siete Constituciones que España ha tenido. Uno era el de la soberanía, que pasaba del Rey a la nación española, dueña a partir de ahí en el ejercicio de sus destinos. El otro era la división de poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, cuyas respectivas atribuciones quedaban también garantizadas por la más estricta independencia entre ellos. Dos principios totalmente revolucionarios que delimitarían, desde entonces, todo nuestro devenir contemporáneo y que a corto plazo, paradójicamente, supondrían el fin de la propia Constitución doceañista, pues en 1823 la conservadora Europa del momento contribuiría a acabar con ella por la fuerza, invadiendo España y socavando flagrantemente el llamado “derecho de gentes”.

Otros artículos de aquella Constitución, en cambio, hoy no tendrían sentido alguno como el de proclamar la religión católica como “única y verdadera”, habida cuenta de que atañen más a cuestiones de conciencia y creencias particulares que a principios generales y colectivos. Correspondería, mas bien, al carácter confesional de un Estado que en la actualidad estamos muy lejos de adoptar. Lo mismo podríamos decir de su complejo sistema electoral o de la imposibilidad de no hacer ninguna reforma, alteración o adición del texto constitucional hasta pasados ocho años de su vigencia.

Entre la teoría del Estado y la teoría de la Nación

Sin embargo, la Constitución de 1812 trajo consigo otro principio original, al que apenas hacemos referencia y que imprimiría un sello pionero a nuestra realidad histórica, modelada desde siglos anteriores a través de sucesivos avatares. Nos estamos refiriendo a una forma distinta de entender la conformidad jurídica de los pueblos de España, habida cuenta de que en las Cortes de Cádiz chocaron, sin paliativo alguno, dos formas de concebir la Nación Española. La una, propia del Antiguo Régimen, con una separación territorial en orden a sus antiguas identidades, legislaciones, costumbres... La otra, siguiendo una dinámica innovadora que tendía a un centralismo uniformador, propio del jacobinismo revolucionario francés, por el que finalmente se optó.

En realidad ambas formas, como se ha demostrado a la larga, se cerraron en falso, pues ni ha prevalecido ese centralismo radical, ni tampoco se ha podido ignorar lo que antiguamente se conocían como “los fueros y tradiciones regionales y locales”. En otras palabras, lo que ahora entendemos por el estado de las autonomías sin olvidar ese concepto que, con cierta indefinición, nuestra actual Constitución reconoce como “nacionalidades”. Pero, ¿qué se entendía realmente por Nación en aquellos momentos si tenemos en cuenta que se tendía más a un concepto de tipo jurídico-positivo, que histórico cultural?. Hemos, pues, de referirnos al concepto de Nación como sujeto a quien se imputa el poder o la soberanía del Estado y no como un concepto de mera nacionalidad, más histórica que fáctica. Sin embargo, ese concepto de Nación como sujeto de poder no sólo fue defendido por los liberales metropolitanos, sino también por los 67 diputados ultramarinos y hasta por significativos diputados considerados como absolutistas. Por cierto que “federalismo” fue una palabra prohibida en las Cortes de Cádiz, lógica consecuencia de ese centralismo jacobino, lo mismo que “república”, concepto éste que sólo apareció brevemente en boca de Vicente Terreros, diputado por Cádiz y Felipe Aner, que lo era por Barcelona.

Un debate inacabado

Fueron, pues, aquellas Cortes de mano de los liberales quienes más incidieron en ese proyecto global de una España nacional, intentando eliminar cuantas barreras se opusieran a él, si bien en su seno hubo tensos debates que intentaron poner en cuestión dicho proyecto. Así, el diputado vascuence, Eguía y López de Letona, se opuso firmemente al alegar que ese afán uniformador de España era contraproducente, entre otras razones, porque “iba en contra de los fueros de Vizcaya”. Por su parte, la representación catalana (un total de 22 diputados), conforme a las instrucciones recibidas antes de partir para Cádiz, esgrimieron que en lo concerniente a este debate se hiciera especial hincapié en volver al modelo territorial de la España de los Austrias. Esto es, una entidad de corte confederal en que se dieron episodios tan pintorescos como la fuga de Antonio Pérez, secretario de Felipe II, que no pudo ser detenido porque se había refugiado en el reino de Aragón, cuya legislación lo amparaba hasta el punto que acabaría sus días en Inglaterra.

Ni que decir tiene que, dentro de este concepto de relativa unidad nacional, términos como “Patria” y “patriotismo”, empezaron a usarse con cierta frecuencia, hasta el punto de que un opúsculo titulado ‘El patriotismo a la moda’ se mofaba de aquellos que, afectando ese patriotismo, “pedían a cada paso y con cualquier pretexto, rigores absurdos y horribles castigos a todo lo que les desagradaba”. No debió haber una total unanimidad en este concepto, pues según el periódico ‘El Revisor Político’, a España aún no había llegado el amor a la Patria con la debida consistencia: “El odio nacional y otras muchas causas han entrado en nuestra revolución, para cuyo término provechoso aún es menester ilustrar a la opinión pública”.

En definitiva, un concepto como el de Nación que, en la actualidad, todavía en España sigue mostrando sus flecos.

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