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SI oigo en la radio a Emilio Cortés Bechiarelli, doctor en Derecho, catedrático de Penal en la Universidad de Extremadura, director de la Cátedra de Derechos Humanos Manuel de Lardizábal y miembro del Grupo de Estudios de Política Criminal, me llevo un alegrón. Este gaditano ya tan ilustre fue, en tiempos, compañero mío en la universidad y en el colegio mayor. Yo era un poco más joven (a estas alturas sólo soy más joven que algunos viejos amigos), pero le traté lo suficiente para cogerle mucho cariño. Y admiración. En la radio Emilio se explica muy bien y le llaman de los informativos para pedirle su acreditada opinión profesional.
Hasta ahí, genial. Lo malo es después del alegrón, cuando empieza su dictamen. Todo resulta extremadamente complicado y cualquier persecución del ilícito penal choca contra una maraña de legalismos y literalismos inextricables. Lo último que le he oído es que la familia de Marta del Castillo no tiene demasiadas posibilidades jurídicas de seguir impulsando la investigación. Eso, un día; y al otro, que tampoco está tan claro el delito de desobediencia de los ediles del Ayuntamiento de Badalona (los que hicieron trizas, frente a las cámaras, la sentencia que les instaba a no abrir el día de la fiesta nacional). Si lo afirmase otro, podría ponerlo en duda, pero viniendo de Emilio Cortés Bechiarelli, no.
Lo que me empuja a una pregunta irreverente y temeraria. ¿A quién beneficia este Estado de Derecho llevado a su más exasperada expresión? Sin duda, la idea es magnífica y está pensada para proteger concienzudamente los derechos de los ciudadanos. Sucede, sin embargo, que los criminales y los sinvergüenzas también son ciudadanos y se amparan como nadie en la ley de todos para abusar con desfachatez de todos. Se le levanta a uno la nostalgia de tiempos más arbitrarios en los que un juez venerable o incluso un rey sabio tenía margen para aplicar la equidad, la justicia y, sobre todo, el sentido común.
Porque ahí está la clave del legalismo meticuloso que nos comprime. A base de decretos y órdenes innumerables hemos dejado sin margen a la humilde normalidad. Cualquier vuelta atrás es muy compleja, quizá imposible, pero reconozcamos que, cuando la maraña legal nos enreda y vemos, incluso en nuestro ambiente, cosas que la sensatez no creería, anida en nuestro corazón cierto rencor contra el imperio de la ley, que vino a protegernos, pero ya no.
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