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El Cervantes de Álvaro Pombo nos ha dado una alegría en un ámbito, el de la cultura oficial, del que cada día cabe esperar menos, si es que alguna vez esperamos algo. Y no porque haya sido hasta ahora insuficientemente reconocido, pues se trata de un escritor y académico de prestigio que ha ganado premios importantes, sino por lo que su singularísima literatura tiene de marginal respecto a las corrientes en boga y por lo que implica de desafío en un tiempo cuyos referentes discurren por muy distintos cauces. En la obra de Pombo, del mismo modo que conviven los registros culto y coloquial, se dan la mano el fondo reflexivo y una comicidad peculiar, tanto más si asociada a cuestiones graves que no son incompatibles con la ligereza. Es el suyo un discurso único, que bebe directamente de la filosofía y no es tampoco ajeno a la religión, a una forma de espiritualidad no institucionalizada sino viva, como la de su admirada Iris Murdoch, que alienta y se encarna en seres imperfectos. El análisis de las conductas y los retratos complejos, lo que él mismo ha llamado “psicología ficción”, son vehículos para explorar la “falta de substancia”, la búsqueda del sentido, el arraigo de la memoria, el bien y el mal como categorías no relativas, el amor no utilitario, una acción orientada hacia los otros. Las ideas tienen tanto protagonismo como los personajes y la vida interior –los entresijos de la conciencia– es un escenario igual de concerniente. Y está también el poeta, ineludible para entender las raíces y los fundamentos de su mundo, sus claves sentimentales y su dimensión metafísica. La de Pombo es una poesía a la vez oscura y luminosa, dotada de un ritmo admirable, donde se alternan el recuerdo de los días de plenitud y la melancolía de las pérdidas, evocados por un autor, confeso devoto de Rilke, más propenso a la celebración que a la nostalgia. Bajo su apariencia libérrima, sus versos siguen un riguroso patrón musical que recrea un universo cuajado de asociaciones insólitas e imágenes sorprendentes, pero no gratuitas. Nada lo es en un hombre cuya inquietud moral no se traduce en sermones o golpes en el pecho, cuyo temperamento bienhumorado se sitúa a años luz de la solemnidad y el engolamiento que caracteriza a los próceres y sus recaderos o ministros. Suele ocurrir entre nosotros que mientras muchos individuos perfectamente convencionales posan de atrevidos rebeldes, no pocos heterodoxos, desde la bendita excentricidad, hacen gala de una sensatez que parece ya virtud de otro tiempo. Siempre a su aire, desmesurado e impredecible, Pombo es un lujo para este país en el que la mayoría de los transgresores lo son de boquilla.
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