El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
El lanzador de cuchillos
El viernes quedé a comer con una amiga calabresa a la que no veía desde antes de la pandemia. Sabía, por el whatsapp y su perfil de Facebook, que se había separado hace algún tiempo. Mientras esperábamos nuestra mesa me contó que todo estalló durante el confinamiento, pero que no echa de menos el amor, a pesar de llevar a dos velas más de cuatro años. Y que, cuando flaquea, relee la lista de las cosas que hacen de las relaciones una tortura y que fijó con un imán en la puerta del frigorífico. “Te he traído una copia, por si te sirve para uno de tus artículos”. Le eché un vistazo, incuriosito, que dicen los italianos. Traduzco: “El amor no es un sentimiento egoísta, es oportunista, que es distinto... Todas las historias se terminan. Todas. En las que duran para siempre lo que falta es valentía... L’amorenon mi manca perché las personas más interesantes son las personas inquietas y, si se tiene la fortuna de encontrar una de ellas, es difícil de imaginar que agote sus ansias de conocimiento contigo: un día su mirada se detendrá en otra parte y, entonces, la odiarás por el mismo motivo por el que antes la amabas... No lo echo de menos porque el amor tiene unas razones que la razón debería denunciar ante la Fiscalía por crímenes contra la humanidad sensible. No hay justicia, no hay garantías, nadie te indemniza cuando se te rompe el corazón... Las personas a las que más queremos son aquellas cuyas virtudes se parecen peligrosamente a sus defectos: el simpático que se te hace estomagante; el tipo sencillo que acaba siendo previsible; el tímido entrañable que se convierte en un misántropo patético... No echo en falta –todo lo contrario– los silencios telefónicos, el sexo ordinario, las pequeñas mezquindades… En el amor hay una crueldad que no hay en ningún otro sentimiento: durante un mes, un año o una década no puedes pasar una hora sin saber qué está haciendo la otra persona y, de repente, llega un desconocido, un marciano recién aterrizado en el bar de la esquina, y de la suerte del que has amado locamente non te ne può fregar di meno...”. “Lees demasiado a Selvaggia Lucarelli”, le digo divertido mientras me guardo la lista en el bolsillo trasero del pantalón. Suelta una carcajada. “Y, como ella, tampoco puedo pasar sin un tío que me joda la vida”. “En este sitio hay unas quisquillas buenísimas”, aconsejo. “Pide lo que quieras. Estoy por agradar. Total, ¡vas a pagar tú!”.
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