En tránsito
Eduardo Jordá
Sobramos
El pinsapar
CUANDO niño quise ser torero. O no, pero sí. Digo que iba a la entrada de los toreros en la plaza de La Isla y a los desencajonamientos, con los cabestros guiando a los cinqueños hasta los chiqueros, incluso un día fui a la plaza de toros de Cádiz y vi la corrida: Diego Puerta, Paco Camino... ¡Y entré una tarde en la plaza de toros del Puerto de Santa María! ...En los esteros había un descampado en donde otros soñadores nos turnábamos empujando el toro con patas de ruedas de bicicleta o toreando de muleta, ¡ehe, toro! ¡Era tan niño… ! Había visto "O llevarás luto por mi", y otras pelis en blanco y negro del triunfo del valor sobre la muerte. Y el arte. El toro tenía un aura mítica que ninguna otra cosa podía superar. Ni se sabía de abolicionismo ni a nadie se le ocurría que pudiera aparecer este tipex de la historia de los españoles, de su afición a las corridas de toros.
Los toros no eran entonces unos animales maltratados sino el complemento imprescindible de las tardes de gloria en la plaza, del recuerdo de Manolete, que una amanecida repartió bocadillos de jamón a los trabajadores que iban a la Bazán, en la puerta de la Venta de Vargas, El Pipo, Canorea, Barrilaro... También era el trenzado de historias que contaban los taurinos, o los hijos de las taurinos. Mi propio padre, que conservaba El Ruedo que contó la muerte de Manolete con fotos en blanco y negro y un obituario inenarrable.
La Isla de Rafael Ortega y Francisco Ruiz Miguel dicen que tiene una de las plazas de toros más grandes del mundo, porque casi nunca se llena completamente. Pero las tardes de toros, ay, el bullicio alegre, el aire (como dicen los flamencos) de esas tardes, forman ya parte de la memoria sentimental de generaciones.
Pero ahora no, unos promueven la prohibición como otra consulta independentista más y otros se apresuran a declarar la Fiesta como Bien de Interés Cultural. La España a garrotazos del grabado del sordo de Fuendetodos se superpone inevitable a llegada del iPad, el misterio de una tableta en donde leer libros y recibir información, y enviarla. Desde el asombro.
He sido bautizado en ese aire, cuando niño, el sueño de del luto por mi; confirmado en algunas tardes de gloria bendita al compás de un pasodoble y sacramentado por una faena de Curro Romero para muy pocos, con Antonio Burgos como maestrante mayor de la amistad y don Álvaro Domecq como perfecto anfitrión. No se trata de declamar a Lampedusa ni de tomar el arpa subido en los riscos más altos de Roma para entonar el canto fúnebre del fuego, se trata, no sé...
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