Maestros

El mundo de ayer

07 de febrero 2025 - 03:05

Si hablara con la persona adecuada el tiempo suficiente, cambiaría de vida. Estoy seguro de que unas horas de charla con un experto apasionado por un campo del que yo no sepa nada, sea botánico, filólogo u oculista, me haría preguntarme por el tiempo que me queda, por todas las maravillas que el mundo me ofrece y que no he sido capaz de ver, por todos los secretos que esperan el giro de una llave entre mis dedos para deslumbrarme.

Estos cambios han pasado muchas veces. Mi hermano, por ejemplo, aspiró a muchos oficios posibles en su juventud (de muy pequeño llegó a querer trabajar en la Expo del 92, una ocupación con escaso futuro). Con 16 años estaba convencido de que iba a ser geólogo, hasta que en el último año de instituto recibió las clases de matemáticas de Javier Manresa, un hombre alto y corpulento, con barba y pelo muy rizado, gafas y cara de buena persona, que imponía a los alumnos un venerable respeto porque en esos años era el director del Vicente Aleixandre. Mi hermano, qué duda cabía, hoy es profesor e investigador de matemáticas en la Universidad de Sevilla.

En cualquier momento de la vida, cualquier persona, libro, pintura o paisaje puede llevar nuestro río a otro mar, al mar al que debía ir a morir en verdad. El gran geólogo Charles Lyell, cuyo padre era un experto en Dante y en musgos, abandonó el derecho tras recorrer Escocia buscando piedras en compañía del excéntrico William Buckland, que en sus expediciones por el campo siempre llevaba puesta una toga. Y Charles Darwin, que despreciaba a Buckland por sus manías, llevó en el Beagle un ejemplar de los Principios de geología de Lyell, de quien dijo, halagando inadvertidamente a Buckland: “Al ver algo que nunca había visto Lyell, lo veías ya, en cierto modo, a través de sus ojos”.

A los encuentros que los años nos reservan se le añade la historia que nos precede. Somos inevitablemente ramas de un árbol muy antiguo, y las voces y decisiones de otros, hace tanto tiempo muertos, nos hicieron ser quienes somos, interpelándonos a través del tiempo.

En suma, si no fuera por la inercia de los años y por la calidez del hábito, y por el curativo olvido que también nos conforma, yo estaría todo el tiempo cuestionándome mi forma de vida. No sé si así me volvería loco o sería inmortal, porque cada día podría comenzar una búsqueda para la que mis años serían siempre muy escasos pero llenos de plenitud y promesas. Pero si mi voz, como una rama viva, brotara en otros, la búsqueda seguiría, y yo seguiría en ella. Como hace ahora Enrique Valdivieso en todos los sevillanos que aman el arte y su ciudad.

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