Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
de poco un todo
LA crítica literaria parece, en teoría, un trabajo inmejorable. Que me paguen por leer, que es un placer, y por contar luego la verdad, que es una pasión, qué chollo, ¿no? No. No todas las lecturas son placenteras. Y tiene mucha tela que cortar la verdad. Una mentira la dice uno y, como es pequeña, tonta y unidimensional, del tamaño de su creador, resulta manejable, pero la verdad es inmensa, delicada, esquiva, veloz, pudorosa, sorprendente, imprevisible, inflamable… No se la dice ni fácil ni impunemente.
El crítico, en concreto, tiene además dos problemas añadidos de considerables dimensiones: el tiempo y el espacio. No son coordenadas, sino un lecho de Procusto. Ha de entregar la crítica en un plazo y con un determinado número de caracteres o palabras. Dándole a la verdad esas dos ventajas de salida, échale luego un galgo. Lo más crítico del crítico es su estado, pues. Flotando por la blogosfera hay una bitácora con un título envidiable: "¿Me deja unos milenios para que piense la cuestión?" Su autor se hace llamar "Tumbaíto", naturalmente. Así, sí daría gusto.
Un afilado aforismo de Nicolás Gómez Dávila define al periodista como el que se cree que para hablar de un libro basta con haberse leído ese libro. El pensador colombiano peca esta vez de notorio optimismo. En cualquier caso, yo vuelvo a estar de acuerdo con él, y sé que hay que leer, ay, mucho más: la obra completa del autor, a sus maestros y a sus discípulos, a sus contemporáneos, amigos y enemigos, los sesudos estudios sobre él y hasta lo que hayamos escrito los periodistas, porque donde menos se espera salta la liebre.
Todo es imposible. En consecuencia, leo lo que puedo, y entrego, apurando el plazo y estrujando los caracteres, una reseña siempre provisional. En vez de terminar trabajos, los colecciono. De cada encargo cumplido salgo con una larga lista de títulos por leer, referencias que rastrear y dudas pendientes.
Pero esta variante sibilina de la maldición de ganarse el pan con el sudor de la frente se podría convertir en esperanza inaugurando con ella una sexta vía tomista para probar la existencia de Dios: la del conocimiento inagotable. Cuanto más sabemos, más nos queda por saber. Es una ley inexorable. El conocimiento es infinito, y verdaderamente amable, y su ausencia es un infierno, y su posesión incompleta un purgatorio, y su trato nos da una felicidad que no aburre porque siempre puede crecer y lo hace. A un conocimiento con esas características (como cualquiera enfrentado a la labor crítica, científica o filosófica vislumbra y palpa) no resulta, creo, demasiado heterodoxo identificarlo -en última instancia- con Dios.
Conclusión feliz a la par que misericordiosa, pues otra propiedad divina es la eternidad. Que es lo que me haría falta para terminar los trabajos críticos que ya publiqué. Y los pendientes, ¿no podríamos dejarlos para el siguiente milenio?
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