Quizás
¿Pueden pensar la máquinas?
Despido el año en un país que, viviendo uno de sus mejores periodos económicos, anda sin embargo enredado en un merengue de crispación y odio políticos con pocos antecedentes. Nadie entre nuestros representantes, elegidos o designados, parece concebir el ejercicio de la administración pública como algo diferente al insulto y la agitación. Y si esta tiene tintes apocalípticos, mejor, piensan ellos y corroboran sus seguidores. El moderado, si existe, está escondido, no sabemos si por prudencia o por puro instinto de supervivencia.
Todo es superlativo, nada es normal. De la corrupción se habla como si nunca hubiera existido ninguna de ese tamaño y gravedad; de la estabilidad territorial, se sigue pregonando a los cuatro vientos que España se rompe; por momentos, se diría que ETA no ha dejado de matar, y muchos gritan como si en este país la guerra civil no hubiera acabado, si no en 1939, con la Transición.
Los que veían a Pedro Sánchez desde el principio como ‘el okupa de la Moncloa´no se han bajado del caballo de esa definición y siguen profetizando que el pueblo español algún día lo echará del lugar que no se merece. De momento, en dos ocasiones los ciudadanos se han negado a hacerlo mediante el método legal más común y aceptado: el de las votaciones democráticas, pero eso no ha servido para calmar a los profetas sino que, como si fueran sus fieros antepasados bíblicos, incrementan el volumen de sus diatribas.
Nada me gustaría que desearles a todos en este sentido un 2025 mejor, más pacífico y que nos permitiera manejar con templanza y raciocinio los desafíos constantes a los que se enfrenta cualquier sociedad sanamente democrática, pero me temo que les tengo malas noticias: el temporal seguirá arreciando y ni siquiera los rayos de sol que lucen aunque sea por inercia alegrarán la cara de los empeñados en predecir nuevas, continuas y terribles tormentas.
Los amargados que son incapaces, por propia voluntad, de ver la realidad con cristales de otro color que los suyos, seguirán reinando en el barullo y calificando, paradójicamente, de ciegos que no quieren ver a los que tienen las gafas transparentes. Es curioso, sobre todo, ver cómo ellos, que declaran el estado de malestar universal, viven tan bien.
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