Notas al margen
David Fernández
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Postdata
Afirman los psicólogos que escribir a mano presenta enormes ventajas. Así, entre otras, aviva la memoria, mejora el aprendizaje, previene el envejecimiento mental, estimula la motricidad fina, ayuda a gestionar las emociones, permite estructurar las ideas y, al exigir mayor concentración, evita las distracciones. De ellas, ignorándolo, he venido disfrutando toda mi vida. Siempre he escrito a mano, con ese lápiz cómplice que, borrable, oculta al punto mis errores.
Pero no me engaño, tales réditos lo son para quien escribe. Poco tienen que ver con la calidad y nada con el talento, virtudes que, por supuesto independientes del modo artesanal o mecánico utilizado en lo escrito, han de ser apreciadas por el lector. Sostenía Wilde que para escribir no existen más que dos reglas: tener algo que decir y decirlo bien. Y es aquí donde se complica el propósito. De lo segundo, después de veintitantos años publicando en estas páginas, tengo para mí, por desgracia y sin átomo de falsa modestia, que no me fue concedido el don de encontrar la palabra cabal, simple y hermosa con la que envolver lo que pienso y siento. Si acaso me defiendo en la oscuridad, treta antigua, tan antiestética e infalible como una estocada pescuecera. El esfuerzo, pues, siempre lo ponen los otros y uno daría lo que fuese por llegar a parir algún día un párrafo inteligente y diáfano.
De lo primero, del valor de mis columnas, no seré yo quien descubra las entrañas de ningún asunto. Bastante tengo con intentar encajar mis propias perplejidades. Hay, no obstante, quien te auxilia. Señalaba Jean Dolent –en opinión compartida por Hemingway– que, al transmitir por escrito lo que uno discurre, no se trata tanto de enseñar como de instruirse, otorgándole de este modo al oficio una función introspectiva, casi psicoanalítica. Raimon Pannikar lo expresó con brillantez y cierta ternura: “Escribo para rectificar, para apoyarme en mí mismo, en mi pasado que ha quedado escrito. Y luego repaso, rectifico, supero y de este modo voy viviendo, voy amando, voy siendo”. Tampoco yo tengo otra ambición. Y si además, al tiempo, recibo los dones del método y a alguien aprovecha, miel sobre hojuelas.
Jamás seré escritor. No quiso Dios. Pero seguiré mientras pueda contándome en este rincón mis verdades y mis dudas, garabateando notas en las que mañana reconocerme. Tal vez porque, aun sin brillo y sin oyentes, no hallé mejor forma de robarle vida a la muerte.
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