Máquinas

Postrimerías

21 de enero 2025 - 03:04

Solíamos reírnos los amigos de la renuencia de nuestro poeta de cabecera, un hombre feliz e incurablemente analógico que a lo más que condescendió en su día, obligado por imperativo laboral, fue a servirse rezongando del correo electrónico, a todo lo que tuviera que ver con “los ordenadores”, despectiva metonimia con la que se refería a internet en la época anterior a los teléfonos inteligentes. Pero el famoso cambio de paradigma, como nos recuerdan a diario los apologistas de las sociedades digitales, no sólo no tiene vuelta atrás, sino que apenas ha empezado si atendemos a la anunciada aceleración de los próximos años y décadas. Puede que se trate de prejuicios generacionales, pero quienes ya habíamos pasado la primera juventud cuando este nuevo orden comenzó a imponerse, hacia finales del siglo pasado, recordamos bien cómo era el anterior y nadie nos convencerá de que hemos mejorado en ningún sentido relevante. Con resignada incomodidad nos adaptamos a la corriente de los tiempos, pero no cabe engañarse sobre los peligros asociados a las tecnologías que algunos ilusos celebraron como una conquista que extendería el conocimiento y propiciaría un mundo más justo y confortable. De la mano de la robótica, la inteligencia artificial y la computación cuántica, asombrosos campos de los que el común de los mortales no tenemos más que ideas imprecisas, la cuarta revolución industrial o segunda era de la máquina, como también la llaman los entendidos, promete dar en muy poco tiempo un salto de consecuencias más que inquietantes. Los utopistas del XIX imaginaban un futuro en el que la humanidad, liberada de la maldición bíblica, se entregaría a las delicias del ocio, un ocio no infecundo que resultaría de la dedicación al arte, la filosofía, la horticultura o la serena contemplación de la naturaleza. No es lo que pronostican hoy sus herederos y tampoco cabe hacerse ilusiones a partir de los efectos que de hecho, no en las pantallas de programadores y burócratas, vamos viendo que tiene sobre nuestras vidas. Dejando aparte los beneficios, que también los hay, a todas las dudas y dilemas éticos que suscita esta gigantesca transformación, sin precedentes ni comparación posible con hitos anteriores, se ha sumado una variable netamente política. Con su mezcla de arrogancia e impiedad, el cientifismo más que libertario, liberaloide de los oligarcas, sueña con instituir una tecnotiranía donde los ciudadanos se conviertan en súbditos o esclavos idiotizados, quién sabe si prescindibles cuando las tareas que aún ejecutan puedan ser realizadas por autómatas. En este feo mundo que se nos viene, aceptaremos con orgullo que nos llamen reaccionarios.

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