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No recordábamos haber escuchado ni leído la palabra hasta que hace poco nos la encontramos en el excelente ensayo dedicado a Pla por Valentí Puig, El hombre del abrigo, donde se cita en la expresión que da título a uno de sus capítulos, El siglo de la megamuerte, para definir una época de “horror sin límites”. El ensayista la refiere a un politólogo estadounidense de origen polaco, Zbigniew Brzezinski, asesor de los presidentes Kennedy y Johnson y consejero de seguridad nacional con Carter, un halcón demócrata que abogó por la mano dura frente al expansionismo soviético, pero el concepto fue acuñado por el analista Herman Kahn –cuyas notas inspiran a uno de los generales que acompañan al doctor Strangelove de Kubrick– en una obra de comienzos de los sesenta que anticipaba los aterradores efectos de una guerra nuclear. La megamuerte, en sus proyecciones, equivaldría a un millón de muertes, una forma de simplificar los cálculos cuando las pérdidas se contabilizan en magnitudes colosales. Las predicciones de Kahn pueden tomarse a broma y así lo hizo el cineasta, pero de hecho eran más que verosímiles en el contexto de la Guerra Fría, cuando el espanto inaugural de Hiroshima estaba marcado a fuego en las retinas y no se descartaba en absoluto un enfrentamiento de trazas apocalípticas. Echando la vista atrás, Brzezinski extendió el cómputo a las grandes matanzas del siglo, contando a las víctimas de la persecución ideológica en los regímenes totalitarios. Sin olvidar los desvaríos de MacArthur en Corea, aquella década de los sesenta fue probablemente el momento en el que estuvimos más cerca de una conflagración atómica, pero el fantasma de la guerra preventiva quedó desactivado cuando la correlación de fuerzas entre los bloques instauró la doctrina de la destrucción mutua asegurada. Es la que en teoría sigue vigente, pero en nuestro mundo multipolar ya no tiene el poder disuasorio de antaño. La proliferación de focos de conflicto y el hecho de que los gobernantes de las potencias sean o parezcan más impredecibles –percepción quizá inducida, como en la famosa estrategia del loco que escenificó Nixon en Vietnam– ha resucitado el temor a la autoextinción masiva. Hay quienes sostienen que las fanfarronadas de los líderes que se comportan como perturbados no deben tomarse al pie de la letra, pero estos días cuentan que los finlandeses ponen a punto los refugios y que el mítico dispositivo de la mano muerta, garante de una respuesta nuclear de Rusia incluso si sus dirigentes cayeran aniquilados, nunca ha dejado de estar activo. Volviendo a Kubrick, no cuesta nada imaginar a visionarios que han aprendido a no preocuparse y amar la bomba.
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