yo te digo mi verdad
Manuel Muñoz Fossati
Mejor, como en Macondo
yo te digo mi verdad
ERA mejor, mucho mejor, en los tiempos remotos. Era más natural, o eso pensamos. Entonces, cuando el mundo y los hombres eran vírgenes en muchos aspectos. Se nombraba a las cosas, a los accidentes geográficos, a las ciudades, a las vías y calles por razones evidentes: aquello era el Cabo de las Tormentas, esto el río Grande y aquella la calle Ancha. Los pueblos se apellidaban por cosas como el Río Seco o las Altas Torres; Cádiz debía su primitivo nombre a ser una ‘ciudad amurallada’; los lugares se denominaban por su aspecto, ‘castillo rojo’ y cosas así… Era casi como en la Macondo original, en la que “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”, como describió de manera inigualable García Márquez.
Pero llegó un tiempo en el que los pelotas empezaron a señalar los hitos no por su aspecto o su colocación, no por su localización, sino por engrandecer a un emperador, a un dios o a un general: cosas del tributo interesado o impuesto, cuando no por razones de dominación o imposición de una idea. El mismo emperador era a veces el que bautizaba los parajes por los que iba dejando su huella férrea. Y así el gran Alejandro sembró su mundo de Alejandrías, Cesaraugusta se puso para gloria de ya se sabe quién y, en fin, Ferrol para la del que algunos hoy no quieren recordar.
Y todavía aquello, fruto de todo tipo de dictaduras incuestionables, tenía la vocación y la realidad de su permanencia, de inmutabilidad. Pero la pulsión de nombrar las cosas con nombres ejemplares no conoce de categorías temporales y, en democracia, cualquiera de las fuerzas ganadoras ve en vías, colegios y edificios públicos una oportunidad de homenajear a los suyos. Como eso es inevitable, deberíamos al menos ponernos de acuerdo en quiénes son los nuestros, es decir, los de todos, los indubitablemente ilustres. Dado que eso es también complicado, hagamos como los antiguos, señalemos las cosas por su evidencia o por su lógica.
Tal vez así, sin pasión y viniendo al presente, comprenderíamos lo absurdamente agresivo que es nombrar a un campo de fútbol propiedad del Ayuntamiento con el apellido de un alcalde fascista que colaboró en la represalia a los concejales elegidos democráticamente, o lo excluyente que resulta denominar a un colegio, que debe ser modelo de integración para la sociedad diversa que ya vivimos, con una advocación religiosa concreta.
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