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Por lo que sabemos, el presunto asesino del niño de Mocejón –recordémoslo: al que mató clavándole once puñaladas en un campo de fútbol– es un vecino del pueblo de 20 años y con problemas mentales. Ahora mismo no quiero ni imaginarme lo que estarán viviendo los padres y familiares de ese pobre niño asesinado, Mateo, que una mañana se fue a jugar al fútbol con sus amigos y ya no volvió. Pero convendría reflexionar sobre determinadas circunstancias que rodean este caso (y qué cínico y feo y cobarde es hablar de un “caso” cuando se trata de la vida de un niño de once años). Aun así, vamos allá. Y empecemos por lo obvio: una de las cosas más curiosas en estos crímenes horribles es que las informaciones suelen atenuar la gravedad de los hechos, como si nos diera miedo enfrentarnos a un horror que no nos atrevemos a nombrar. “Muere un niño en un campo de fútbol”, decía un titular singularmente pudoroso (o cobarde, según cómo lo juzguemos). “El asesino iba encapuchado y agredió repetidas veces al niño con un objeto punzante”, decía otra de las informaciones. El objeto punzante podría ser, qué sé yo, un cortaúñas o un abrelatas, vaya usted a saber. Y en vez de un apuñalamiento cruel (once puñaladas), se definía la acción del asesino como una agresión, que es lo mismo que una pelea o un puñetazo. La palabra “asesino”, por cierto, no aparecía casi en ningún sitio, ni tampoco “asesinato”. Está claro que tenemos un problema muy serio con algunos aspectos de la realidad que no nos atrevemos a nombrar. Y ya se sabe que, si una cosa no se nombra, esa cosa no existe, o existe en una dimensión alterada por esas mismas palabras cautelosas –o cobardes, o mentirosas– con que nombramos esos hechos cuando no nos atrevemos a mostrarlos en toda su crudeza. ¿Por qué? Esa es la cuestión.
Y ahora viene otro aspecto importante: la edad del asesino. En un principio se habló de la posibilidad de que el asesino fuera un menor de unos 16 años. Ahora sabemos que el presunto asesino es mayor de edad, por lo que podría enfrentarse a una condena de prisión permanente revisable (tal vez en un psiquiátrico). Ahora bien, si el asesino hubiese sido menor de edad, la ley prevé “un régimen cerrado de entre uno y ocho años, que podría complementarse con hasta cinco años de libertad vigilada con apoyo educativo”. Y eso, se mire como se mire, sería una broma de muy mal gusto.
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