Enrique García-Máiquez

Metáfora y meta

Su propio afán

01 de abril 2025 - 03:05

Durante siglos, para los españoles, la tauromaquia ha sido la metáfora universal de la vida. Eso lo ha estudiado muy bien Andrés Amorós en su libro Lenguaje taurino y sociedad (1990). En el siglo XX, el fútbol fue tomando posiciones y ganándose las pasiones. Ese cambio lo condensó Antonio Hernández en la novela Sangrefría (1994) con enorme crudeza en una imagen triste: la mujer de un torero le es infiel con un futbolista. Quería retratar el choque entre dos mundos estéticos y éticos.

“¡No hace falta caer en maniqueísmos!”, me reconvendrán muchos, y abundan los buenos aficionados a ambos fenómenos, como quien tiene doble nacionalidad. Así podrá ser, pero yo he lamentado que el arquetipo taurino pese cada vez menos entre nosotros al enterarme de los avatares de la vuelta de Morante de la Puebla en Olivenza. He visto algunas imágenes, pero me ha gustado sobre todo la sucesión de los acontecimientos. Cortó dos orejas al primero, recibió una bronca monumental en su segundo y salió triunfalmente a hombros al final de la tarde.

Los partidos de fútbol imponen, como la política y, en general, como nuestro tiempo, forofismos estancos, incapaces de pasar del éxtasis a la crítica y, de vuelta, a la catarsis. Todavía más claro se ve con el trato que se da al rival de fútbol, que parece talmente el enemigo sin cuartel de un combate bárbaro. Se ríen de sus desgracias y hay burlas constantes a su mala suerte o a su mal juego. El enemigo del torero, el toro, por el contrario, es aplaudido y venerado. Cuanto más noble y bravo, mejor. Tras la corrida, al instante, se transfigura en un tótem y su efigie bendice cortijos y ventas. Asciende a la categoría de icono de los horizontes de nuestras carreteras y a la condición de escudo oficioso de la bandera nacional.

Las diferencias con el fútbol, con perdón a los buenos aficionados, son obvias, pero yo hoy, como bienvenida a Morante y como reconocimiento de la falta que nos hace el buen toreo, quiero sacar mi pañuelo blanco por esa afición que fue capaz de aplaudir, de abroncar y de sacar a hombros a su figura, según lo exigiesen las circunstancias. Es una actitud cada vez más necesaria. Con su saldo positivo, además, pues las orejas ganadas, como debe ser, pesaron mucho más que la bronca, y otorgaron el derecho a la salida a hombros. El toreo es una metáfora de enorme plasticidad estética para todos los lances de la vida. Y es una meta ética.

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