La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
De poco un todo
IGNORO si será el oficio más antiguo del mundo, pero desde luego es el que está de mayor actualidad. Hasta se trata en las cumbres bilaterales al más alto (es un decir) nivel, con Berlusconi en el papel de experto internacional, y en las últimas páginas de sucesos de los periódicos. Últimamente se discute la conveniencia de regularlo por ley.
El oficio es un clásico de la literatura y del cine, donde suele aparecer muy idealizado. La realidad acostumbra a ser más sórdida. Uno se pregunta por los motivos de tanto maquillaje artístico, y se contesta que en buena parte será por misericordia y en otra por solidaridad. El asunto es vidrioso, cortante, y lo sencillo sería pasar mirando hacia el otro lado, pero merece la pena -literalmente- reflexionar.
Lo tendrían que hacer también los que han insistido siempre tanto en que la prostitución era el efecto colateral de la estricta moral de la familia tradicional y tal. Hoy las costumbres están liberadísimas y el negocio sigue boyante, como comprueba cualquiera que cruce España en coche.
Si detrás de estas propuestas de regulación se escondiese el interés del Estado por sacar tajada vía impuestos y cotizaciones a la Seguridad Social de una actividad económica por lo visto incesante y por ahora sumergida, sería de chulos -en el peor sentido de la palabra-. Pero incluso con las mejores intenciones, que no niego, me conozco el proceso. Se parte de que la prostitución es, como ha dicho Rubalcaba, una degradación, pero inevitable y que, por esto, hay que legislarla. Audaz malabarismo demagógico, porque también resultan inevitables los robos, y nadie propone su reglamentación. Una vez regulado algo, se va transformando, poco a poco, en un derecho. Y una vez que lo es, parece injusto que no pueda ejercitarlo quien no tiene medios económicos, de modo que se establece un sistema de ayudas. Lo que en el argot se llamaba un "servicio" termina siendo un servicio público. No me acusen de imaginación calenturienta: como prestación estatal está descrito por George Orwell en su novela utópico-profética 1984. Y ese mismo camino lo ha recorrido, sin saltarse ni un paso, el aborto, que de tragedia indeseable ha llegado a ser una atención sanitaria indiscutible.
Sin embargo, a pesar de todas mis reservas, los mayores perjudicados por la anarquía actual son los más débiles: los vecinos de las calles afectadas y las propias prostitutas, víctimas de la miseria, el chantaje y la violencia. Por ellas tengo un respeto inmenso, pues no olvido, no, que entrarán por delante de mí en el Reino de los Cielos. En su defensa debería hacerse una ley, pero una que no trate a la prostitución con esa sospechosa ternura filial con la que tantos hablan de ella, sino que se empeñe en la recuperación de los barrios para sus vecinos y, antes que nada, en que todas las que lo deseen (la gran mayoría) puedan irse y no ejercer más.
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