El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
Su propio afán
TENGO asumido que España desaparecerá algún día. Ni existió desde siempre ni existirá hasta el final de la historia, a no ser que el cambio climático u otro apocalipsis menos publicitado lo eviten antes con un suspenso general ipso facto. Abundan en la historia las naciones y los imperios desaparecidos que apenas nos dejaron un reguero de ruinas. Cierto que las naciones cristianas tienen, como su nombre indica, aprendida la sana costumbre de resucitar; pero tanto va el cántaro a la fuente…
En cualquier caso, que lo fatal no quite lo valiente. Preferiría que España durase mucho más que algo menos. Yo, sin ir más lejos, sé que duraré, en principio, menos que España, pero eso no me hace abandonarme. Tampoco a mi nación, que defenderé con ánimo deportivo y buen humor, pero con fuerzas, como me defendería a mí mismo.
Y más, si cabe, en estos momentos. Me apenaría el doble que, aunque España tenga que desaparecer, lo haga tan pronto y, sobre todo, tan tontamente a manos de tíos como Puigdemont y la CUP y, quién sabe, si con palmeros como los pactistas de la Alternativa de Progreso. Si hay que morir, se me ocurren muertes más dignas. Ahora que tanto se habla de la eutanasia, ¿nadie ve que esto de los nacionalismos está adquiriendo tintes de encarnizamiento terapéutico? Para acabar así, hubiese traído más cuenta dejarnos ganar por los franceses, que es otro savoir faire; y podríamos leer a Montaigne en versión original. Tanto sacrificio en la Guerra de la Independencia (¡empezando por Gerona!), para este deshilachado final de fiesta.
Aunque aún le queda carrete para rato a España, espero. Y si fuese el fin, no serían los responsables esos personajes. Ya lo advirtió Julio Martínez Mesanza en un poema de dos versos titulado justamente "España": "Muere una patria como muere un alma,/ desperdicia la gracia, se hace sierva", que es una versión más honda de aquella idea clave de que toda nación muere de suicidio. Tanta culpa tendrían en la muerte de España (o más) los políticos nacionales que, como Quevedo, no deberían haber hallado cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte, pero que los cerraron. Los otros sólo serían los ejecutores.
Pero qué ejecutores con menos prestancia. Y para recalcar la idea de que una nación antigua y profunda como España sólo podía morir de suicidio, son más españoles que nadie, hasta con ese tic tan hispánico de no querer serlo.
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