En tránsito
Eduardo Jordá
Sobramos
Confabulario
Los cuerpos hallados recientemente en Pompeya, una pareja refugiada en una pequeña habitación, que portaba un breve tesoro de monedas y joyas, pone a la vista la facilidad con que muere y se consume nuestro mundo. Dion Casio escribió, en su Historia romana, que la población de Pompeya sucumbió mientras se hallaba en el teatro. Lo cual daría pie a los moralistas del XVIII y el XIX a imaginar una Roma envilecida por el lujo y el espectáculo, y castigada justamente por la divinidad. Ahí tienen ustedes al benemérito Bulwer-Lytton de Los últimos días de Pompeya. Es, sin embargo, Plinio el Joven quien nos informa del desarrollo de aquella tragedia. Es a él a quien debemos la soberbia imagen de la erupción del Vesubio, en el año 79 d. C., cuya nube de humo y cenizas se alzaba como un altísimo pino sobre la bahía de Campania.
Plinio el Joven escribe dos cartas a petición del historiador Tácito. Una para explicar la muerte de su tío, el gran naturalista Plinio el Viejo, quien entonces se encontraba al mando de la flota de Miseno; otra para consignar su propia salvación, cuando el polvo y el lapilli empezaban a sepultar las ciudades próximas y a sumirlo todo en una impenetrable oscuridad. En aquella oscuridad, escribe Plinio: “Podías oír los lamentos de las mujeres, los llantos de los niños, los gritos de los hombres”. Y muchos “creían que ya no había dioses en ninguna parte y que esta noche sería eterna y la última del universo”. Algo más tarde, Plinio confiesa un melancólico consuelo en su desdicha, que no es atribuible a su mocedad (tenía dieciocho años cuando ocurre la devastación), sino a cierta correspondencia, radical e infausta, con cuanto le rodea. “Podría jactarme de no haber dejado escapar un quejido, una palabra poco valiente en medio de tantos peligros, si el pensamiento de que moría con todo y de que todo moría conmigo no me hubiera brindado un consuelo amargo, por supuesto, pero apreciable”.
Esta totalidad, familiar y acogedora (una cama, un arcón, un candelabro de cobre, el tesorillo femenino de unas joyas), es la que aún acompaña a los dos pompeyanos rescatados de su silencio por los arqueólogos. Esa misma dicha amarga y melancólica es la que embargará a Stefan Zweig, muchos siglos más tarde, cuando consigne la minuciosa demolición de cuanto amó, El mundo de ayer, destruido por los totalitarismos. He ahí el asombro conmovedor y la actualidad inagotable de Pompeya. ¿Cuánto de lo que consideramos nuestro nos sobrevivirá? ¿Y qué minúsculo tesoro asiste hoy a quienes huyen?
También te puede interesar
En tránsito
Eduardo Jordá
Sobramos
Crónica personal
Pilar Cernuda
Trampa, no linchamiento
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
La cuenta atrás
El Palillero
José Joaquín León
Oposición al progreso
Lo último
Fichaje estrella de 'Supervivientes'
Alejandra Rubio y Carlo Costanzia: una separación forzosa en los primeros meses de paternidad