La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
DE POCO UN TODO
QUIZÁ vaya a ser éste el Debate del estado de la Nación menos comentado y criticado de todos los tiempos. Y eso comparándolo con otros debates similares. Si lo comparamos con la pasión informativa y popular que despiertan los posibles fichajes futbolísticos, se nos cae el alma -muerta como un balón en un pase medido- a los pies. Las razones se amontonan.
En esta nación no se ha debatido casi de otra cosa que del Estado y del estatus de esta nación, como una pesadilla que se muerde la cola. Vivimos en un cansino cuestionamiento inacabable. Esos nacionalistas tan nuestros nos han contagiado sus problemas identitarios, porque todo se pega, menos la hermosura. Así, cuando oímos "Debate del estado de la Nación", nos entra un invencible aburrimiento subconsciente.
Tampoco cabe el más mínimo debate sobre cuál es el estado actual de la nación. Ruinoso. La novedad aquí son las ruinas: flamantes, a estrenar. Cuando era joven no atendía yo a lo que comentaban los de al lado de la barra de la cafetería o suspiraban los de delante en la cola de la compra, pero apostaría a que nunca como hasta ahora se habló tanto de economía ni con tanta desolación unánime. Fútbol aparte, es el denominador común de las conversaciones en todas partes. No creo que haya nadie (y no es una hipérbole: nadie) que haya seguido el debate para enterarse de cuál es el estado de la nación. Informativamente, su inutilidad es indescriptible.
El desprestigio de los representantes de la soberanía nacional también cuenta, o descuenta. Y lo de menos son los indignados que aún colean por esas plazas. Las víctimas del terrorismo han desestimado la invitación a un acto para no fotografiarse con los políticos. Han puesto en práctica esa frase de acero de Jünger que merecería mármol: "No podemos evitar que nos escupan, pero sí que nos pasen la mano por la espalda". Como síntoma, a poco que se sopese, es gravísimo.
El interés de estos debates se queda en lo deportivo: estriba en la competitividad entre los líderes, en su enfrentamiento dialéctico. Nada más que hay que ver la actitud de las bancadas, tan parecidas a hinchadas. Pero en éste se ha percibido una tensión muy baja, como si se tratase de un partido amistoso, y no por el grado de complicidad de los protagonistas principales, desde luego, sino porque ninguno de los dos se jugaba nada. Zapatero se va lentamente, como en esas despedidas eternas que son la muerte a pellizcos. Y Rajoy, aunque tiene que respetar los tiempos y la última palabra de las urnas, parece abocado por la fuerza del destino a heredar el Gobierno o lo que quede. A ambos se les ha notado.
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