Tamara García
Sordera
Hay una muchacha, Pilar Paz Pasamar, que ha escrito un poema excelente, magnífico sobre Dios. Entre los jóvenes poetas encuentro de vez en cuando cosas excelentes. Ese poema es una joya. Esa niña es genial”. No es un halago cualquiera, no. Este párrafo se incluía en una carta enviada al estudioso profesor Ricardo Gullón por Juan Ramón Jiménez, la voz más rigurosa e implacable del siglo XX en lengua española. Lo escribía a propósito del primer poema de Mara. Corría el año 1951, y Pilar, que contaba solamente con dieciocho años, acertó a conectar con la mejor tradición lírica: la aureola verbal de nuestros místicos y la frescura sensual de un verso sureño, marítimo y azul, que se elevaba por encima de populismos y cánticos locales. Más tarde, en la interesante correspondencia que JRJ mantuviera con la autora, escribiría: “Mara-Noemí: le perdono su burla de llamarme Dios y le rozo con la yema de los dedos, Luzbel enemiga, sus sienes rebeldes palpitantes de misterio, de encanto e intensidad. Porque usted habla con las sienes, lo más sentido del cuerpo y lo más duro del alma”.
Ayer se nos fue Pilar Paz, dejando una obra poética que no hubiera defraudado a nuestro Nobel, tanto por su intensidad como por la permanente honradez que de ella se desprende, pues una de sus más notables características ha sido siempre la veracidad de su expresión. Su despedida coincide con el Día de la Mujer, y no es ningún dislate recordarla como ejemplo de una escritora que luchó por su obra desde la independencia y, a veces, desde la soledad . Y lo consiguió viviendo junto al mar de Cádiz, apartada de los cenáculos literarios de Madrid, ciudad en la que vivió desde que acabó la guerra civil y llevó a cabo sus estudios primarios, el bachillerato y los años comunes de Filosofía y Letras, donde los poetas de la época exclamaban, parafraseando a Gabriel Celaya: “Pido la Paz y la Pasamar”.
Pilar Paz trascendió la órbita local para ayudar a restablece el panorama lírico del interior del país. Podría decirse que, en cierta manera, el gaditano grupo Platero quiso ser el brazo sureño de la Generación del 50. A él pertenecieron, junto a Pilar, Fernando Quiñones, Serafín Pro y José Luis Tejada entre otros, y colaboraron estrechamente José Manuel Caballero Bonald, Julio Mariscal y diferentes poetas andaluces. Pero mientras parte de Platero hacía sus maletas para marcharse a la capital de España en busca de fortuna literaria, ella, a contracorriente, vuelve en busca del mar, sabiendo desde entonces que su escritura se convertiría en un acto de soledad compartida:
Aprende a estar tan sola
que hasta su sombra misma apetezca librarse.
Sé tú la compañera de tus pasos,
de modo que llegues a las cosas,
siempre como el que llega de una tierra extranjera.
A pocos metros de la playa de Cádiz, la poeta jerezana ha vivido y escrito repartiendo sus fuerzas entre la cotidianidad de un hogar con varios hijos y el frondoso bosque de la memoria, mientras el ruido las olas le advertían de un mundo aparentemente impenetrable, al que sólo se puede acceder desde el desciframiento de la poesía. Y hasta en sus movimientos domésticos, siguiendo el ejemplo de Teresa de Ávila, no dejó de mirar nunca desde el resquicio moldeado entre palabras y silencios. Así fue a la cocina y enumeró los alimentos guardados en ‘La alacena’, nombrándolos a su manera y fundándolos de nuevo:
Del rojo labio de las orzas
como del borde de una playa,
hasta mi llega el oleaje
que el especiero me adelanta...
Una alacena que permanecerá abierta para siempre, desprendiendo el aroma de sus versos.
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