Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
El mundo de ayer
Si dividiéramos la vida en dos mitades y diésemos a elegir entre una primera mitad feliz y una segunda mitad desdichada, o al revés, creo que muchos no sabrían qué elegir. A veces un mal comienzo conduce a grandes finales. Sólo a veces; no todas las semillas que el tiempo y la tierra esconden germinan en frutos hermosos, ni todas las vidas desafortunadas logran superar su pasado. Pero otra pregunta surge, contradiciendo nuestras intuiciones: ¿cuántos talentos se pierden por ser feliz? ¿Merece la pena sufrir para darle un sentido a la vida, para hacer que muchos otros dejen de sufrir?
Pongamos un ejemplo. En 1933, una mujer enloquecida tuvo un niño en Chicago. Poco después él y su hermano se fueron a vivir con su padre y su abuela, una antigua esclava, a un lugar tal vez aún más mísero. Pasaban frío y hambre y vivían a oscuras. El padre se los llevó a otra ciudad y formó una nueva familia, y los niños se volvieron un estorbo para él y su madrastra.
En uno de sus merodeos por el barrio, un día ese niño triste se topó con un piano. Entonces su vida cambió, como él mismo contó, muchísimos años después, en sus memorias: “No tenía control alguno sobre el lugar donde vivía, no tenía control sobre mi madre enferma, sobre mi despiadada madrastra y sobre mi exaltado padre. No podía controlar a los violentos blancos que me pegaban por ser negro, ni a los negros burgueses que me despreciaban por demasiado pobre. Pero la música sí la podía controlar. Era el único mundo que me daba cariño y libertad”.
Ese niño, que viajó muy joven a Europa con el gran vibrafonista Lionel Hampton, que produjo el disco más vendido de la historia y proyectó su sombra sobre gran parte de la música del siglo XX, ha muerto hace unos días en su mansión de Bel Air, en Los Ángeles. Se llamó Quincy Jones.
Hubo dos fuerzas que lo empujaron a su destino. La más obvia fue el amor a la música, a la que dedicó su alma desde que se conocieron entre las teclas de un piano desvencijado. Pero hubo antes otra fuerza trágica, oscura, inevitable, que lo acunó en sus brazos tristes y le preparó para ese encuentro: la pobreza, la enfermedad, el racismo. Su infancia, que podía estar llena de cosas maravillosas, estaba en cambio sembrada de desperdicios y desesperación.
Él, que era un niño, tal vez no lo supiera, pero no todos los niños son capaces de encontrar la paz en una canción. Quincy tuvo la fortuna de encauzar su inmenso dolor, al que apenas le podía poner nombre entonces, en la música. Y encontró algo que tal vez jamás habría encontrado si hubiera sido un niño feliz. Los caminos del Señor se despliegan de golpe, con el último pulso de la vida.
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