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La sociedad española ha sido incapaz de encontrar consensos para llevar a cabo reformas constitucionales. En realidad, ni siquiera dichas reformas se han planteado seriamente. Es cierto que se han modificado tres artículos de la Constitución, pero dos de esas reformas responden a exigencias heterónomas y la más reciente es una reforma puramente cosmética. Así, seguimos teniendo una Constitución en la que, entre otras cosas, no puede leerse cuál es nuestra forma territorial del poder y en la que está del todo ausente una realidad como la Unión Europa. Ha de decirse que, en este caso, no puede negarse que el mundo académico haya estado a la altura. Son ingentes las publicaciones que han planteado propuestas de reforma de la Constitución desde parámetros técnicos. Agua de borrajas. El tiempo en el que la reforma fue posible y deseable pasó con la quiebra del bipartidismo y dio lugar, todos lo recordamos, a una invocación mesiánica del poder constituyente: no reformar sino “decidir sobre todo”, el cielo por asalto, digamos. Nada queda ya de ese de léxico pueril. En la actualidad, nos encontramos en una nueva fase en donde, al mismo tiempo que se minusvalora la importancia de la sujeción a la Constitución y se aprueban en negociaciones privadas acuerdos que, como la financiación singular de Cataluña, afectan al corazón de nuestra estructura política, se anuncian inminentes reformas para que la Constitución venga, por ejemplo, con una vivienda debajo del brazo. A este punto, creo que es importante recordar la realidad aritmética. La Constitución impone, en su procedimiento menos exigente, un mínimo de tres quintos de cada Cámara o la mitad de los votos del Senado con dos tercios del Congreso para sacar adelante cualquier reforma. En la actualidad, el Gobierno tiene difícil aprobar unos presupuestos y la oposición disfruta de mayoría absoluta en el Senado. Además de esto, resulta evidente que existe un fractura política radical entre los dos partidos que podrían tejer una mayoría de reforma suficiente. Han sido incapaces no ya de aprobar una ley de educación o universidades de forma conjunta, sino también de renovar en tiempo y forma instituciones como el CGPJ o el Tribunal Constitucional. Por este motivo, creo que un mínimo de ética política, de sinceridad democrática, nos exige no hablar de la reforma constitucional y aspirar, de forma más modesta, a que los dos grandes partidos sean capaces algún día de aprobar una ley que tenga algún simbolismo constitutivo o integrador.
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