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La democracia necesita conflicto. La contestación, el disenso público o la movilización son realidades que definen a una sociedad que reclama para sí la autoridad para definir el bien común. Ese espíritu es el del republicanismo. Ahora bien, el conflicto democrático parte también de un previo acuerdo y necesita de la idea de límite. Es, digamos, un conflicto que no se dirime extramuros de la Constitución, sino dentro de ella. La síntesis de ese conflicto tendrá que realizarse dentro de un sistema que tiene algo de paternalista ya que entiende que la sociedad (el Parlamento) no es soberana, sino que está sometida a los propios límites con los que se constituyó como comunidad. La tensión entre conflicto y unidad es así inherente a todo Estado Constitucional y cada uno ha de resolverla a su manera.
El que fuera jefe de Gabinete del Presidente advertía hace unos días, desde su buen conocimiento, que esta legislatura certificará la mutación de una democracia de consenso bipartidista, propia de la Transición, a una de conflicto y pacto, con las izquierdas y los nacionalismos como principales actores. La dialéctica de la Transición, afirma, no sirve ya para garantizar la convivencia. La ley de amnistía sería así el pórtico de una nueva etapa de país que tendrá en el uso del referéndum del artículo 92 y en una reforma amplia de la Constitución su culminación. Esta tesis, esta legítima hoja de ruta, se enfrenta con un problema aritmético. En España no es que hubiera una cultura del consenso, sino que la propia Constitución impone normativamente ciertos consensos. Por eso tenemos leyes orgánicas que exigen una atípica mayoría absoluta para su aprobación; por eso los miembros de órganos como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial, se eligen por 3/5 de las Cámaras, la mayoría que se necesita, como mínimo, para reformar la Constitución; y por eso la Constitución no se puede reformar por la mayoría de la investidura, ya que se requiere también, al menos, una mayoría absoluta del Senado, la que tiene ahora, precisamente, el partido de la oposición. Solo basta contar para saber que trasformar nuestro sistema político al margen de la oposición no pasa sólo por una mutación en nuestra cultura, sino porque sucumba la propia Constitución. Porque implosione, digamos, como otras lo hicieron. Y eso no es fácil porque esta es una buena Constitución, lo ha demostrado, y serían necesarias muchas grietas en su estructura para que eso ocurriera. Grietas del estilo a aquella que provoca quien insiste temerariamente en la no renovación del gobierno de los jueces, dando razón así a quien dice que esta Constitución ya no funciona.
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