El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Navidad del niño pobre
Me pilló la juventud en Madrid, años 70. Jugábamos al fútbol en los jardines del barrio y, si acaso, en la Pradera de San Isidro o en la Casa de Campo, para lo que era menester levantarse muy temprano al objeto de coger campo. Los abrigos o las bolsas de deporte hacían de postes, lo que inevitablemente llevaba a discusiones si el disparo había sido fuera o era alta. En 1973 la Federación Madrileña de Fútbol hizo la campaña Mil Nuevos Juveniles, y en el equipo del barrio decidimos apuntarnos con el insulso nombre de UD73. Allí no había patrocinadores, no existían los grupos de whatsapp y nuestros padres no nos llevaban a ningún lado. Nos levantábamos muy temprano para coger, casi siempre, dos autobuses o metro y autobús para jugar en los barrios de la periferia de Madrid: Colonia Marconi, Peña Grande, Cuatro Vientos, Puerta Bonita, Moscardó, Carabanchel. Las convocatorias se hacían días antes y si alguno se retrasaba era necesario ir a su casa a tocar al telefonillo. Las camisetas eran de esas de algodón que se desteñían al primer lavado; los balones, de cuero basto que se empapaban en cuanto caían tres gotas; los campos, de arena que desollaban las rodillas a la primera caída. Siempre había uno más jugón (Michel), uno más peleón (Mendoza), un gambeteador (Javi) y el resto cumplíamos como podíamos para no hacer el ridículo. Nosotros jugábamos de local en el campo del colegio San Viator, entre Usera y Carabanchel Bajo. En muchos de esos campos no había ni vestuario, en otros el agua salía helada, en alguno la afición contraria estaba junto a la línea de banda en actitud amenazante, pero para nosotros era una aventura cada semana. Lo que ha cambiado la vida en 50 años, de aquel Madrid en blanco y negro donde todo le costaba mucho sacrificio a los papás del momento. Ahora los equipos de infantiles y juveniles van perfectamente uniformados, con sus botas magníficas, sus espinilleras, sus calientapiernas, con equipaciones de grandes marcas financiadas por algún comercio o club. A los chavales los llevan sus padres, juegan en campos de césped sintético con duchas de agua caliente y balones de las marcas con las que se compite en LaLiga o la Champions. Incluso entrenan para poder jugar los sábados por la mañana y se pelan con ese degradado como los futbolistas profesionales a quienes imitan en su forma de vestir y en su manera de celebrar los goles. Los entrenadores enseñan a los niños a engañar a los árbitros, a perder tiempo, a simular lesiones y otras artimañas. Los papás se ponen detrás del banquillo para decirle al pobre entrenador dónde tiene que jugar su hijo o para gritarle de todo al árbitro que no ha pitado un penalti. Debe ser que me he hecho viejo.
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